Las llagas de Cristo, de sus manos, sus pies y su costado, son objeto de nuestra veneración y nuestro amor. La tradición eclesial atesora numerosos documentos de la fe de los fieles expresada, multiplicadamente, en la actitud del Apóstol Tomás, quien al verlas y tocarlas confesó: ¡Señor mío y Dios mío! (Jn 20, 28). Presento a continuación algunas oraciones clásicas, que solían rezarse privadamente después de la comunión; dos de ellas conservan vigencia todavía.
La primera es la pequeña letanía, que ha sido atribuida a San Ignacio, como «Aspiraciones al Santísimo Redentor»: Anima Christi; en muchos lugares se la recita en el momento correspondiente de la misa. Esas invocaciones comienzan: «Alma de Cristo, santifícame», e incluyen una contemplación del Cuerpo herido del Señor, con varias referencias a la pasión, fuente de ánimo, aliento y consuelo para los afligidos, que reciben de ella vigor, espíritu, fuerza. Se ruega ser embriagado por la Sangre preciosa, lavado por el agua que brota del costado abierto, ser escondido en las benditas llagas. Son expresiones de altísima y entrañable devoción.
Otra plegaria, que era también muy popular, dirigida a Jesús crucificado comienza En ego... «Aquí estoy, bondadoso y dulcísimo Jesús». El texto indica que el orante, de rodillas bajo la mirada del Señor, ruega con el mayor fervor recibir impresos en su corazón sentimientos de fe, esperanza y caridad, dolor de los pecados y propósito de enmienda. Sentimientos (sensus) que no tienen nada de sentimentales, ya que no excluyen el conocimiento, la conciencia; se pide con firmísima voluntad asumir, vivir, esas realidades espirituales. La contemplación de las cinco llagas se hace con amor y dolor, con una identificación de com - pasión, mientras se medita el pasaje del Salmo 21 al cual se alude en el relato de la Pasión según San Juan (19, 36-37): han taladrado mis manos y mis pies, y puedo contar todos mis huesos (Sal 21, 17-18). Los relatos evangélicos del sacrificio del Señor citan implícita o explícitamente otros versículos del salmo para ilustrar hechos como el reparto de las vestiduras y el sorteo de la túnica y las burlas blasfemas; sobresale el clamor final del Crucificado, que asume la frase inicial del salmo: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? (Mt 27, 46). Se recoge en la oración la convicción de muchos Padres de la Iglesia que atribuían la autoría del poema a David, y lo consideraron una profecía.
Una publicación de la Editorial Pustet, de Ratisbona (edición 13ª de 1927) reúne oraciones para antes y después de la misa, destinadas especialmente a los sacerdotes. Una de esas plegarias comienza: Obsecro, te dulcissime Domine Jesu Christe. Se pide en ella «que tu pasión sea para mí una fuerza que me proteja y defienda, que tus llagas sean alimento y bebida por las que yo sea apacentado, embriagado y deleitado». En este caso se indica que la oración está dirigida a Jesús crucificado, y que ha de rezarse de rodillas.
En la misa colección se encuentra otra a las llagas del Señor, heridas que son fuente de la Sangre salvífica. Se ruega que las llagas nos llaguen (vúlnera como sustantivo y como verbo en imperativo) con el dardo encendido de la caridad, que la lanza del amor nos traspase, de modo que el alma pueda decir: «Estoy herida de amor», y que de esa herida broten lágrimas incesantes de amor y dolor. Aquí se nota una cita del Cantar de los Cantares (2, 5). Me permito una breve digresión semántica. Las versiones modernas de ese pasaje bíblico traducen, según el hebreo, «estoy enferma de amor». El original dice jolat, término que denota consternación; la versión griega de los LXX traduce tetromene agápes (estoy herida, de la raíz de tráuma). Continuando con la oración, en tercer lugar se pide que la cúspide de la dilección, como punta aguda y extrema golpee un alma dura como la nuestra y penetre profundamente en nuestra intimidad. Es la caridad, don divino, el amor, la dilección lo que hiere, traspasa, golpea al alma como un dardo, una flecha, la agudeza de una lanza. Todas estas son expresiones de altísima contemplación que podemos nosotros asumir con la esperanza de que alguna vez nos acerquemos a esa relación con Jesucristo.
En su libro «Miremos al Traspasado» (1984), Joseph Ratzinger comenta ampliamente y con elogio la encíclica de Pío XII Haurietis acquas, sobre el Corazón de Jesús, destacando en ella la teología del cuerpo referida a la encarnación y al misterio pascual. Cita una bella expresión de San Buenaventura: «Las heridas del cuerpo muestran las heridas del alma... ¡Contemplemos por las heridas visibles las heridas invisibles del amor!». En el trabajo que voy glosando, el gran teólogo muestra que esa teología del cuerpo «es a la vez, entonces, una apología, una defensa, del corazón, de los sentidos y del sentimiento, también y precisamente en el ámbito de la piedad». Como ya lo he apuntado, no hay aquí nada de sentimentalismo, sino teología y mística, la experiencia de un amor que se torna contemplativo; la veneración de las llagas conduce al conocimiento de la persona de Jesús, Dios y hombre verdadero. La liturgia, en diversas ocasiones, hace referencia a este rasgo del misterio pascual, y también asocia a él la compasión y la intercesión de María. En la célebre secuencia Stabat Mater, se dice: Crucifixi fige plagas cordi meo valide, «graba con fuerza en mi corazón las llagas del Crucificado». Valga, para no alargar la nota, este único ejemplo.
El Conde Antonio Rosmini Serbati (1797 - 1855), sacerdote, hoy beato, fue un pensador original, escritor y fundador de la congregación clerical Istituto della Carità. No se limitó a contemplar las llagas del Cuerpo físico del Señor, sino que inspirado en esa contemplación de amor y dolor, se atrevió a descubrir polémicamente las llagas del Cuerpo místico, o más bien de la organización y vida de la Iglesia de su época. Entre sus obras sobresale Le cinque piaghe della Santa Chiesa; en este libro describía, por referencia a las heridas de las manos, los pies y el costado de Jesús, defectos que hallaba en el catolicismo contemporáneo suyo. La obra fue condenada, como otros escritos de su autoría, y él se sometió humildemente a la decisión de la Santa Sede. A partir de la reivindicación de Rosmini, Las cinco llagas de la Santa Iglesia fue una obra reconocida con autoridad para la historia de la Iglesia en el siglo XIX.
Yo me aventuro a presentar una hipótesis de actualización de las llagas de la Iglesia, las que sufre en estos días; lo hago modestamente, como expresión del respeto y amor que profeso a la Catholica, y del dolor que me causa reconocerlas. No son ocurrencias mías; muchos autores con mayor sabiduría y autoridad que yo han manifestado su preocupación, e incontables fieles, a veces con arrebatos de indignación, opinan sobre la situación eclesial y no esconden, incluso, posiciones ideológicas. Las «redes» constituyen una tribuna mundial, un areópago confuso. No localizaré las llagas, como hizo Rosmini, cuál en qué mano o en qué pie, cuál en el costado. Solo enumero cinco males, sobre los que he hablado en diversas ocasiones, o han sido objeto de escritos míos.
1. Comienzo por la llaga que considero más abarcadora y profunda: el relativismo, un mal con raíces históricas que se expandió en el siglo XX, impregnando la cultura, el pensamiento y la actitud de multitudes. El relativismo ha penetrado en la Iglesia, y se manifiesta en ella como duda, descuido y preterición de la doctrina de la fe y de la gran tradición eclesial, como un intento de acomodo con la cultura mundana. Una de las causas principales ha sido, en opinión de muchos, una interpretación sesgada del Concilio Vaticano II, la negación de su continuidad homogénea con el magisterio anterior. Los maestros del relativismo suelen afirmar que aquella gran Asamblea ha sido una revolución que determinó un cambio de época. Desde el punto de vista metafísico la posición relativista equivale a la negación del Absoluto, y se camufla en proposiciones ambiguas. Como actitud de pensamiento significa el abandono de los criterios objetivos y la primacía del subjetivismo. De hecho, cualquiera dice lo que se le ocurre, y no hay quien lo corrija; peor, quien debiera corregir promueve la confusión. Durante las últimas décadas, numerosos autores expresaron el relativismo teológico, con el consiguiente daño en la formación de los sacerdotes y en la orientación pastoral del clero. El relativismo ético incluye la negación de la naturaleza, de la cual se siguen principios de comportamiento objetivos, universalmente válidos: ni la ley natural, ni los Mandamientos de la ley de Dios son expresamente recordados y urgidos a los fieles como norma de vida personal y de relación con los demás. El reduccionismo sociológico insiste en destacar el condicionamiento de los factores epocales y la vigencia cultural. La difusión del relativismo y sus consecuencias actuales frustran la intención del Vaticano II: «Es obligación de toda la Iglesia de trabajar para que los hombres se capaciten a fin de establecer rectamente todo el orden temporal y ordenarlo hacia Dios por Jesucristo» (Apostolicam actuositatem, 7). El Cardenal Robert Sarah escribió en su libro Le soir approche et dèjà le jour baisse: «Es determinante que valores fundamentales rijan la vida de las sociedades. El relativismo se nutre de la negación de los valores para afincar su empresa deletérea» (pág. 283). Contamos con recursos extraordinarios para superar la tentación relativista: el Catecismo de la Iglesia Católica, y el magisterio completo y clarísimo de San Juan Pablo II y Benedicto XVI.
Si el relativismo se instala permanentemente en la Iglesia, el mundo marchará a la perdición.
2. La devastación de la liturgia. No fue tenida en cuenta una severa advertencia del Vaticano II: «Que nadie, aunque sea sacerdote, añada, quite o cambie cosa alguna por iniciativa propia en la liturgia» (Sacrosanctum Concilium, 21§3). Es verdad que muchos sacerdotes celebran dignamente la misa y logran incorporar a los fieles a «una celebración plena, activa y comunitaria» (ib.). Pero no se puede negar, y yo me refiero al caso argentino, que se ha generalizado el manoseo del rito más sagrado del catolicismo, y se han impuesto la improvisación, la abolición de la belleza -sobre todo en la música-, gestos y actitudes tales como gritos, aplausos, bailoteo, completamente ajenos a la índole sagrada de la celebración. Lo sagrado queda menoscabado o ha desaparecido. Yo mismo he oído decir a colegas obispos que ya no hay distinción entre sagrado y profano, y se felicitaban por esta evolución. La concepción unilateral de la misa como encuentro fraterno ha oscurecido su índole sacrificial; no se advierte que lo que hermana a los fieles es una realidad sobrenatural: la común participación por la fe y la caridad en el sacrificio pascual del Señor que se hace sacramentalmente presente en el rito de la Iglesia. En algunos casos la celebración se convierte en un espectáculo o en una fiestita para niños; el culto de Dios desaparece, es la satisfacción, el «sentirse bien» de los presentes lo que se busca. Con esa declinación que describo someramente, la fe es puesta entre paréntesis y la referencia a Dios queda reemplazada por la centralidad y primacía del hombre. La fenomenología de la religión muestra lo errado de semejante postura; probablemente un hombre de la Edad de Piedra se escandalizaría ante algunas celebraciones católicas de hoy; no encontraría en ellas la irrenunciable referencia a «lo otro», a la trascendencia, al mundo de los dioses. La pérdida del sentido de la adoración tiene un efecto cultural destructor de la auténtica humanidad del hombre. El Cardenal Robert Sarah ha escrito: «El sentido de lo sagrado es el corazón de toda civilización humana». Me detengo aquí; los lectores seguramente podrán sumar a los datos precedentes sus propias reflexiones y experiencias.
3. Secularización de la vida sacerdotal y deficiente formación en los seminarios. Ha sido este uno de los capítulos más notorios de la crisis que siguió al Vaticano II. Las causas y el sentido de esa crisis tendrán que ser esclarecidos por los historiadores, pero no es posible negar que, como lo lamentó Pablo VI, «esperábamos una floreciente primavera y sobrevino un crudo invierno». Jacques Maritain, gran amigo del Papa Montini, en El campesino del Garona evoca «la fiebre neomodernista contagiosa, al menos en los círculos llamados 'intelectuales'; en comparación con ella el modernismo de tiempos de Pío X fue un modesto catarro». Habla, también, de «una especie de apostasía inmanente que estaba en preparación desde hacía años, y cuya manifestación fue acelerada por ciertas expectativas oscuras de partes bajas del alma, imputadas a veces, mendazmente, al espíritu del Concilio». El clero resultó especialmente afectado; miles de sacerdotes abandonaron el ministerio; una especie de «liberación» llevó a muchos a descuidar la vida espiritual; fueron numerosos también quienes se dedicaron a la «militancia» social y política; el celibato sacerdotal, cuyo incumplimiento puede registrarse con mayor o menor intensidad en cualquier época, fue criticado por principio, y actualmente arrecia la campaña para lograr su abolición.
El luminoso magisterio de Pablo VI, Juan Pablo II y Benedicto XVI, que fue causa de una cierta recuperación, ya no cuenta demasiado, y no solo en el asunto del celibato. Se multiplicaron las experiencias de reorganización de los seminarios, y la agitación y las dudas continúan. He notado que a veces se pone una atención ridícula en descalificar y perseguir a los alumnos en los que puede hallarse un apego a la tradición, que desearían estudiar bien el latín y usar sotana (y hasta se prohíbe vestirla), pero no se cuida la rectitud de la formación doctrinal, espiritual y cultural. Se suele oponer el estudio a «la pastoral», y se precipitan experiencias presuntamente pastorales para las que los jóvenes no están preparados, y que carecen de valor educativo. ¿Cómo puede florecer la Iglesia con el descuido de una seria preparación filosófica, teológica y espiritual de sus futuros ministros?. Humildemente, puedo exhibir una cierta autoridad en este tema: he sido organizador de un seminario diocesano y rector del mismo por una década, como también profesor en la Facultad de Teología, donde estudiaban seminaristas de diversas diócesis. Durante mi ministerio arzobispal de 20 años he ido al seminario todos los sábados y he pasado siempre mis vacaciones con los seminaristas. Algo he aprendido. Ek toû kósmou ouk eisìn, «ellos no son del mundo» (Jn 17, 16), dijo Jesús de los apóstoles en su íntima conversación con el Padre. Los sacerdotes tampoco son «del mundo»; su secularización - mundanización es una llaga abierta en el corazón de la Iglesia.
4. Ruina de la familia cristiana y del orden familiar natural. Nunca como en estas últimas décadas contó la Iglesia con un magisterio tan amplio sobre el amor conyugal, el matrimonio y la familia. Sin embargo, la cultura vigente se impone con una fuerza arrolladora. La naturalización del divorcio, favorecida por las leyes, ha llevado a que muchísima gente no se case, sino que viva en concubinato, el cual ya no es mal visto. Ahora no se habla de marido y mujer, esposo y esposa, sino de «pareja». En la casi totalidad de los femicidios, el asesino es el novio o ex novio, la pareja o ex pareja. Debemos lamentar, también, que los matrimonios -cuando los hay- no duren; los pésimos ejemplos de gente de la «farándula», a la que se suman deportistas y políticos, y los medios de comunicación con su continuo martilleo, han llevado a desvalorizar el amor conyugal y la estabilidad familiar; muchos niños son huérfanos de padres vivos, o hijos «monoparentales». Los abusos sexuales ocurren, en un ochenta por ciento de los casos, en el ámbito familiar, y el culpable suele ser la pareja de la madre. No se aprecia debidamente el sacramento del matrimonio, y se desconoce la gracia que de él dimana. El control artificial de los nacimientos se ha convertido en una práctica habitual. La encíclica Humanae vitae fue resistida por vastos sectores de la Iglesia, y su cincuentenario pasó inadvertido.
Los pastores de la Iglesia no reiteran oportunamente una enseñanza que es valiosa no solamente para la vida cristiana, sino que tiene una dimensión cultural, social y política. La aprobación legal del «matrimonio igualitario», y otras leyes inicuas inspiradas en la ideología de género alteran la constitución del orden familiar, y se extiende la legalización del aborto. Los fieles se ven sometidos a presiones inéditas. Un fenómeno gravísimo es la imposición, por parte del Estado, de programas de educación sexual escolar contrarios a la ley natural y divina, que violan los derechos de los padres. Los jóvenes necesitan ser acompañados para que puedan reconocer el valor, belleza y utilidad, personal y social, de la virtud de castidad, pero esta no parece una prioridad pastoral. En los colegios católicos se hace muy difícil la formación de los jóvenes en esas realidades esenciales, y por lo general las familias no colaboran; en muchos casos, por todo lo antedicho, no están en condiciones de hacerlo.
En suma, una llaga abierta que sangra abundantemente; con esa sangre se escurre la vida de la sociedad. ¿Es una llaga de la sociedad?. Por cierto, pero también una llaga de la Iglesia. Allí está el drama.
5. La descristianización de la sociedad. El proceso así titulado es, contemporáneamente, un proceso de deshumanización. Su causa es, en primer lugar, de carácter interno, religioso: cristianos que no viven como tales; bautizados que o bien no han completado la Iniciación Cristiana, o después de cumplir con el rito de la «única comunión» no perseveran en la praxis sacramental, no han recibido una formación en las verdades de la fe, y han sido devorados por la cultura pagana. San Pablo advertía ya ese problema, por ejemplo, en la comunidad de Corinto; llega a decir que ni entre los paganos se encontraban vicios tan graves (cf. 1 Cor 5, 1; 6, 8 ss.). Esa debilidad intrínseca de la Iglesia, la caída espiritual de sus miembros del nivel que corresponde a una comunidad cristiana, impide una presencia vital de la misma en la cultura y en las estructuras de la sociedad. Hace imposible que los fieles brillen en ella hos phosteres en kósmo, como luminarias en el mundo, según enseñaba el mismo Apóstol (Fil 2, 15). La descristianización no se identifica con el cambio de las formas de organización política. León XIII exponía que «se puede escoger y tomar legítimamente una u otra forma política... mas cualquiera que sea esa forma, las autoridades del Estado deben poner la mirada totalmente en Dios, Supremo Gobernador del universo, y proponérselo como ejemplar y ley en el administrar la república» (Encíclica Inmortale Dei opus, 6-7).
En aquel documento de 1885 recordaba que «hubo un tiempo en que la filosofía del Evangelio gobernaba los Estados», y la energía propia de la sabiduría cristiana había compenetrado las leyes, las instituciones, las costumbres de los pueblos; impregnaba todas las clases y relaciones de la sociedad.
Se ha verificado un desarrollo homogéneo de la Doctrina Social de la Iglesia; en el Compendio promulgado por Juan Pablo II, en 2004, se incluye una queja contra el laicismo que en las sociedades democráticas «obstaculiza toda forma de relevancia política y cultural de la fe, buscando descalificar el empeño social y político de los cristianos, porque estos se reconocen en las verdades enseñadas por la Iglesia, y obedecen el deber moral de ser coherentes con la propia conciencia; más radicalmente se llega a negar la misma ética natural» (n. 572). Como se señala en esta última afirmación, la negación del orden superior del espíritu lleva a la deshumanización, a la negación de la naturaleza humana y sus exigencias.
La Iglesia debe recuperarse, ante todo, de la crisis interna que la afecta, para cobrar relevancia en el orden cultural y social, de modo que pueda ayudar al hombre a orientarse hacia su auténtico destino. La ausencia católica de los ámbitos en que se gestan nuevas vigencias culturales deja al mundo en manos del Padre de la mentira (cf. Jn 8, 44). Se impone la necesidad de una reacción y de un trabajo coherente y decidido para forjar una contracultura como verdadera alternativa. Es lo que propone Rod Dreher en su magnífico libro «La opción benedictina. Una estrategia para cristianos en una nación postcristiana» (2017).
Las cinco llagas que veneramos no fueron las únicas que laceraron el Cuerpo del Señor en la pasión; habría que sumar las heridas de la flagelación y de la coronación de espinas (cf. Mt 27, 26. 29; Mc 15, 15). Tampoco, seguramente, eran solo cinco las que sufría la Iglesia en el siglo XIX cuando Rosmini las puso en evidencia. Ni son solo cinco ahora.
Mons. Héctor Aguer, arzobispo emérito de La Plata
Académico de Número de la Academia Nacional de Ciencias Morales y Políticas.
Escrito el lunes 22 de junio de 2020. Memoria de los Santos Juan Fisher, obispo, y Tomás Moro, mártires.