Pedro Julián Eymard nació en La Mure d'Isère, diócesis de Grenoble (Francia), el 4 de Febrero de 1811 y fue bautizado al día siguiente. Al final de un laborioso recorrido familiar y vocacional, logró entrar en el Seminario Mayor de Grenoble y, en 1834, es ordenado sacerdote. Después de unos años de un ministerio intenso, inicia, en 1839, una experiencia de vida religiosa entrando en la naciente congregación de los Padres Maristas, en Lión. Rápidamente llega a ser el hombre de confianza del fundador, el P. Colin, que le confía diferentes responsabilidades.
Sin embargo, su búsqueda de la voluntad de Dios lo persigue siempre y lo empuja a orientarse cada vez más hacia la Eucaristía por la cual quisiera hacer algo particular. Un momento significativo en ese caminar del P. Eymard fue la experiencia espiritual que tuvo en el santuario lionés de Fourvière, en Enero de 1851. Durante su oración, se sintió «fuertemente impresionado» pensando en el estado de abandono espiritual en el cual se encontraban los sacerdotes seculares, la gran falta de formación de los laicos, el estado lamentable de la devoción al Santísimo y los sacrilegios cometidos contra la sagrada Eucaristía. De ahí le vino, al comienzo, la idea de crear una Tercera Orden masculina dedicada a la adoración reparadora; proyecto que llegará a ser, en los años sucesivos, una congregación religiosa enteramente consagrada al culto y al apostolado de la Eucaristía.
Impedido de realizar este proyecto en el interior de la Sociedad de María, el P. Eymard tuvo que salir del Instituto. Se trasladó a París, y allí, el 13 de Mayo de 1856, funda la Congregación del Santísimo Sacramento. El nuevo Instituto recibe inmediatamente la aprobación del arzobispo, Mons. Sibour, y más tarde, la bendición y la aprobación definitiva del Papa Pío IX (1863).
La Obra empieza muy pobremente en locales alquilados de la calle d'Enfer, donde el día de la Epifanía de 1857, se inaugura oficialmente la fundación con una Exposición solemne del Santísimo Sacramento. Un año después, siempre en París y con la ayuda de Marguerite Guillot, el Padre funda la rama femenina: las Siervas del Santísimo. En 1859, abre una segunda comunidad, en Marsella, y la confía al P. Raymond de Cuers, su primer compañero. Una tercera casa se abrirá en Angers, luego otras dos en Bruselas, y una casa de formación en San Mauricio (diócesis de Versalles).
Durante estos años de vida eucarística, vemos al P. Eymard empeñado en un apostolado que se dirige sobre todo a los pobres de la periferia de París y a los sacerdotes en dificultad; se dedica a la Obra de la primera comunión de adultos y atiende numerosos compromisos en la predicación, centrada principalmente en la Eucaristía. De su actividad, o por lo menos de su espiritualidad, emanarán varias iniciativas a lo largo del tiempo, como es la Agregación del Santísimo, destinada a los laicos, la Asociación de los Sacerdotes Adoradores, inspirada por su celo hacia los sacerdotes, y los mismos Congresos Eucarísticos Internacionales.
Agotado por las responsabilidades de fundador y primer superior general, marcado por las pruebas de toda clase, Pedro Julián Eymard muere en su tierra natal, a la edad solamente de 57 años, el primero de Agosto de 1868. Beatificado por Pío XI, en 1925, fue canonizado por Juan XXIII, el 9 de Diciembre de 1962, al final de la primera sesión del Concilio Vaticano II. Ahora, exactamente 33 años después, el 9 de Diciembre de 1995, fue inscrito en el Calendario Romano y presentado a la Iglesia universal como el Apóstol de la Eucaristía.
La vida y la actividad de san Pedro Julián está centrada en el misterio de la sagrada Eucaristía. Al principio, sin embargo, su enfoque era tributario de la teología de su tiempo, insistiendo sobre la presencia real. Pero, llegará a liberarse poco a poco del aspecto devocional y reparador que teñía de manera casi exclusiva la piedad eucarística de su época, y conseguirá hacer de la Eucaristía el centro de la vida de la Iglesia y de la sociedad. «Ningún otro centro sino el de Jesús Eucarístico».
SU VISIÓN DE LA EUCARISTÍA
«El Santísimo me dominó siempre», escribe en sus notas del último retiro espiritual, caracterizando así de modo incisivo la forma de vida cristiana que él propone. En el centro, la presencia de Cristo en la Eucaristía. Fiel a la teología post-tridentina, Eymard subraya fuertemente el hecho de esta presencia y su carácter único: la Eucaristía es la persona del Señor. De ahí las afirmaciones siguientes con las cuales expresa su fe: «La sagrada Eucaristía es Jesús pasado, presente y futuro... Es Jesús hecho sacramento. Bienaventurada el alma que sabe encontrar a Jesús en la Eucaristía, y en Jesús Hostia todo».
Aún subrayando este aspecto personalista, el P. Eymard tiene la intuición de que esta presencia engendra un dinamismo, que está ligada a una misión: «La gracia del apostolado: la fe en Jesús. Jesús está allí, pues a Él, por Él, en Él». Esta fe en la Eucaristía se nutre de la meditación de la Palabra de Dios. La adoración — que propone como estilo de oración a sus religiosos, y de modo más amplio, a todos los seglares — es un medio de dejarse penetrar por el amor de Cristo. Y esta oración se inspira de la santa Misa. Es por ello que invita a orar según el método de los cuatro fines del Sacrificio, con el propósito de hacer revivir, en el culto eminente de la Eucaristía, todos los misterios de la vida de nuestro Señor, en atención y docilidad con el Espíritu santo, para progresar a los pies del Señor en el recogimiento y la virtud del santo amor... (Cf. Constituciones, n° 15-17). Lejos de encerrarse en sí misma, la adoración debe tender a la comunión sacramental.
EL ALIMENTO DE LA VIDA COTIDIANA
Eymard ha sido un incansable promotor de la comunión frecuente. En este texto del 1863, él expresa claramente el papel central de la Eucaristía: «Convencido de que el sacrificio de la santa Misa y la comunión al cuerpo del Señor son la fuente viva y la cumbre de toda la religión, cada uno tiene el deber de orientar su piedad, sus virtudes y su amor de tal modo que se vuelvan medios que le permitan alcanzar ese fin: la digna celebración y la recepción fructuosa de estos divinos misterios».
El marcha en contra de la práctica de su tiempo. Bajo el pretexto del gran respeto debido al Sacramento, muchos pastores impedían a los fieles acercarse a la mesa eucarística. Escribe en una carta: «El que quiere perseverar que reciba a nuestro Señor. Es un pan que alimentará sus pobres fuerzas, que lo sostendrá. Y es la Iglesia que lo quiere así. Ella aprueba la comunión diaria, como lo atestigua el Concilio de Trenta. Hay gente que dice que tenemos que ser muy prudentes... Yo les digo que este alimento tomado con intervalos tan prolongados no es más que un alimento extraordinario, pero ¿donde está el alimento ordinario que debe sostenerme a diario?»
La comunión, de hecho, debe convertirse en el eje de la vida cristiana: «La santa comunión debe ser el fin de toda vida cristiana: todo ejercicio que no se relaciona con la comunión está fuera de su mejor finalidad» Comulgar fructuosamente es un gesto que cambia la vida: «Nuestro Señor viene sacramentalmente a nosotros para vivir ahí espiritualmente», escribe en sus notas durante el gran retiro de Roma (1865). Algunos meses antes de morir, agregará: «El que no comulga no tiene más que una ciencia especulativa; no conoce nada sino palabras, teorías, de las cuales desconoce el sentido... El alma que comulga no tenía primeramente sino una idea de Dios, pero ahora, lo ve, lo reconoce a la sagrada mesa».
LA FUENTE DE UN MUNDO NUEVO
«Una vida puramente contemplativa no puede ser plenamente eucarística: pues, el hogar tiene una llama», escribía el Padre en 1861. Adorador, él es también apóstol celoso de la Eucaristía y abrió caminos para dar gloria a este misterio. Tratemos de resumir las grandes líneas de su acción y de sus enseñanzas.
Primer objetivo, la renovación de la vida cristiana. No se trata solamente de luchar contra la ignorancia o la indiferencia sino, y sobre todo, de renovar la vida cristiana que se está perdiendo en mil prácticas y devociones, olvidando lo esencial. En el prefacio del Directorio de los Agregados del Santísimo, pone este principio: «El hombre es amor como su prototipo divino: de tal amor, tal vida». Y explica que «todo amor tiene un comienzo, un centro y un fin». A partir de este principio, Eymard saca toda una pedagogía para la vida espiritual: «A fin de que el alma devota se fortalezca y crezca en la vida de Jesucristo, tiene necesidad de nutrirse en primer lugar de su verdad divina y de la bondad de su amor de tal modo que pueda pasar de la luz al amor, y del amor a las virtudes».
Los institutos que él fundó son llamados a vivir de este espíritu de amor cuyo sacramento es la sagrada Eucaristía: «Esta dilección eucarística de Jesús sea, pues, la ley suprema de la virtud, el tema del celo y como la nota característica de la santidad de los nuestros» , escribe en el número tres de las Constituciones. En otras palabras, una comunidad de amor. De la misma manera, él concibe la Agregación como un grupo de seglares que unen la adoración al compromiso apostólico. Por ello establecerá centros de Agregados no solamente alrededor de sus comunidades sacramentinas sino también en muchísimas parroquias. Muy a menudo, san Pedro Julián sueña con encontrar algunos Agregados que, con el propósito de llevar una vida más eucarística, se reunirían en comunidades de familias y formarían en el mundo como un pequeño cenáculo religioso.
El ideal que confía a sus hijos es «prender el fuego del amor eucarístico a los cuatro fines del mundo». Y, en las Constituciones, recomendaba a sus religiosos velar a fin de que «el Señor Jesús sea perpetuamente adorado en su Sacramento y socialmente glorificado en el mundo entero» (n° 2). Ese es el sentido de la expresión reino de la Eucaristía que sale tan a menudo de la pluma del P. Eymard. En un artículo titulado «Le siècle de l'Eucharistie», escrito para la revista Le Très Saint Sacrement que había fundado, Pedro Julián escribe: «El gran mal de nuestra época es que no vamos a Jesucristo como a su Salvador y a su Dios. Se abandona el único fundamento, la única fe, la única gracia de la salvación... Entonces ¿qué hacer? Regresar a la fuente de la vida, pero no al Jesús histórico o al Jesús glorificado en el cielo sino al Jesús que está en la Eucaristía. Tenemos que hacerlo salir de su escondite para que pueda de nuevo colocarse a la cabeza de la sociedad cristiana... Qué venga cada vez más el reino de la Eucaristía: ¡Adve-niat regnum tuum!»
Y, para terminar, he aquí un texto del P. Eymard que la liturgia nos ofrece para el Oficio de las Horas:
LA EUCARISTÍA, SACRAMENTO DE VIDA
La Eucaristía es la vida de los pueblos. La Eucaristía les ofrece un centro de vida. Todos pueden encontrarse sin barrera de raza ni de lengua para la celebración de las fiestas de la Iglesia. Les da una ley de vida, la de la caridad cuya fuente es; forma así un vínculo entre ellos, una nueva relación familiar cristiana. Todos comen del mismo pan, todos son comensales de Jesucristo, que crea sobrenaturalmente entre ellos un vínculo de costumbres fraternales. Lean los Hechos de los Apóstoles. Afirman que la multitud de los primeros cristianos: judíos convertidos y paganos bautizados, pertenecientes a diferentes regiones, «no tenían sino un solo corazón y una sola alma» (He 4, 32). ¿Por qué? Porque eran constantes en escuchar la enseñanza de los apóstoles y en la fracción del pan (He 2,42).
Pues sí, la Eucaristía es la vida de las almas y de las sociedades, como el sol es la vida de los cuerpos y de la tierra. Sin el sol, la tierra sería estéril, él la fecunda, la vuelve bella y rica; él da a los cuerpos la agilidad, la fuerza y la belleza. Ante estos efectos prodigiosos, no es de extrañar que los paganos lo hayan adorado como el dios del mundo. De hecho, el astro del día obedece a un Sol supremo, al Verbo divino, a Jesucristo, que ilumina todo hombre que viene a este mundo y que, por la Eucaristía, sacramento de vida, actúa personalmente, en lo más íntimo de las almas, para formar así familias y pueblos cristianos. ¡Cuán feliz, mil veces feliz, el alma fiel que encontró este tesoro escondido, que va a beber a esta fuente de agua viva, que come con frecuencia este Pan de vida eterna!
La sociedad cristiana es una familia. El vínculo entre sus miembros es Jesús Eucaristía. El es el Padre que aderezó la mesa de familia. La hermandad cristiana ha sido promulgada en la Cena con la paternidad de Jesucristo; él llama a sus apóstoles filioli, hijitos míos, y les manda amarse los unos a los otros como él los ha amado.
En la sagrada mesa, todos son hijos que reciben la misma comida, y san Pablo saca la consecuencia de que no forman sino una sola familia, un solo cuerpo, ya que participan todos del mismo pan que es Jesucristo (I Cor 10, 16-17). En fin, la Eucaristía da a la sociedad cristiana la fuerza de practicar la ley de la caridad y del respeto hacia el prójimo. Jesucristo quiere que uno honre y ame a sus hermanos. Para ello, se personifica en ellos: «Cada vez que lo hagan con uno de mis humildes hermanos, conmigo lo hacen» (Mt 25, 40); y se da a cada uno en comunión.