> SoydelaVirgen : 08/15/20

--------------------------------------------- San Martin de Tours y La Virgen de los Buenos Aires / La Inmaculada Concepción y San Ponciano | Patronos de la Ciudad de Buenos Aires / Patronos de la Ciudad de La Plata -----------------------

Época de Pandemia: "No temas esta enfermedad, ni otra angustia. ¿No estoy yo aquí, que soy tu Madre?"

 


“No es vano para vosotros levantaros temprano; porque Dios ha prometido la corona a los que vigilan”, nos dice la Santa Iglesia en el Invitatorio de Maitines durante la Cuaresma. 

Nos podemos, entonces, imaginar cómo se levantaba la Virgen María cada día, cómo buscaba en todo la gloria de Dios, el Cielo, su santificación; cómo crecía cada día en el conocimiento de Dios, en el amor y en el servicio de Dios y del prójimo. Nos podemos imaginar con qué pensamientos se levantaba cada día la Virgen Inmaculada, especialmente después del día de la Anunciación, cómo participaba de manera muy estrecha al misterio de nuestra Redención. Tota pulchra es, O María, tota pulchra es, et mácula non est in te… Veni, veni coronáberis – Toda hermosa eres, oh María, y no hay ninguna mancha en ti… Ven, ven, tú serás coronada.

En el relato sobre las apariciones de la Virgen de Guadalupe en el Tepeyac (Nican Mopohua en Náhuatl), la Virgen María, llena de gracia, nos muestra de manera hermosa la actitud que debemos tener y mantener delante de la enfermedad. Leamos el pasaje del encuentro de Juan Diego con la Virgen María en la tercera aparición. Ambos se habían levantado temprano…

La Virgen María salió al encuentro de Juan Diego de lado del monte, le cerró el paso y se dignó decirle: ¿Qué hay, hijo mío el más pequeño? ¿A dónde vas? ¿A dónde vas a ver?

Y Juan Diego contestó: Mi Virgencita, Hija mía la más amada, mi Reina, ojalá estés contenta; ¿cómo amaneciste? ¿Estás bien de salud?... Por favor, toma en cuenta, Virgencita mía, que está gravísimo un criadito tuyo, tío mío. Una gran enfermedad en él se ha asentado, por lo que no tardará en morir. Así que ahora tengo que ir urgentemente a tu casita de México, a llamar a alguno de los amados de Nuestro Señor, de nuestros sacerdotes, para que tenga la bondad de confesarlo, de prepararlo. Puesto que en verdad para esto hemos nacido: vinimos a esperar el tributo de nuestra muerte…

Y tan pronto como hubo escuchado la palabra de Juan Diego, tuvo la gentileza de responderle la venerable y piadosísima Virgen:

Por favor, presta atención a esto; ojalá que quede muy grabado en tu corazón, Hijo mío el más querido: no es nada lo que te espantó, te afligió; que no se altere tu rostro, tu corazón. Por favor, no temas esta enfermedad, ni en ningún modo a enfermedad otra alguna o dolor entristecedor. ¿Acaso no estoy yo aquí, yo que tengo el honor de ser tu madre? ¿Acaso no estás bajo mi sombra, bajo mi amparo? ¿Acaso no soy yo la fuente de tu alegría? ¿Qué no estás en mi regazo, en el cruce de mis brazos? ¿Por ventura aun tienes necesidad de cosa otra alguna? Por favor, que ya ninguna otra cosa te angustie, te perturbe; ojalá que no te angustie la enfermedad de tu honorable tío; de ninguna manera morirá ahora por ella. Te doy la plena seguridad de que ya sanó. (Y luego, exactamente entonces, sanó su honorable tío, como después se supo.)

He aquí al menos cuatro lecciones que podemos sacar de este encuentro:

1. Guardemos el espíritu sobrenatural delante de las enfermedades que Dios permite. Todo coopera al bien de las almas que aman a Dios y que perseveran en su amor, dice san Pablo. Que nada os turbe, dice Santa Teresa de Jesús. Todo es gracia, dicen los santos. Mantengamos nuestros ojos y nuestra mente fijos en Dios (Salmo 24), mirando a través de Dios todo lo creado, hasta las enfermedades, frutos de nuestros pecados.

 2. Seamos humildes, como Juan Diego, que  reconoce que en verdad para esto hemos nacido: vinimos a esperar el tributo de nuestra muerte. Como Juan Diego, vivamos con amor de los sacramentos, de la santa doctrina y de la oración. La humildad es la puerta del cielo. Aprovechemos esta oportunidad para cambiar de vida. Yo no quiero la muerte del pecador, dice Nuestro Señor, sino su conversión”.

3. Usemos bien el tiempo dado por Dios, preocupándonos de nuestra salvación y de la salvación del prójimo. “Ha llegado el momento de rezar el Rosario en nuestras casas de forma más sistemática y con más fervor que de costumbre. No perdamos nuestro tiempo ante las pantallas y no nos dejemos vencer por la fiebre mediática”, nos dice nuestro Superior General.

4. Aprovechemos estos tiempos para poner toda nuestra confianza en la Virgen Santísima, que nos dice claramente: Por favor no temas esta enfermedad, ni en ningún modo a enfermedad otra alguna o dolor entristecedor. ¿Acaso no estoy yo aquí, yo que tengo el honor de ser tu madre? ¿Acaso no estás bajo mi sombra, bajo mi amparo? ¿Acaso no soy yo la fuente de tu alegría? ¿Qué no estás en mi regazo, en el cruce de mis brazos? ¿Por ventura aun tienes necesidad de cosa otra alguna? Magníficat ánima mea Dóminum.

¡Gracias, oh María, por estas lecciones!

Toda hermosa eres, oh María… Ven, ven, tú serás coronada. 

15 de Agosto: Solemnidad de la Asunción de la Virgen María



LOS ORÍGENES

Como falta un testimonio explícito y directo de la Escritura sobre la asunción de María a los cielos y no hay tampoco en la tradición de los tres primeros siglos ningún tipo de referencia al destino final de la Virgen, ni se había precisado aún una doctrina escatológica segura. 

Las primeras indicaciones -que han de considerarse como simples huellas- se recogen entre finales del S. IV y finales de S. V: desde la idea de san Efrén, según el cual el cuerpo virginal de María no sufrió la corrupción después de la muerte, hasta la afirmación de Timoteo de Jerusalén de que la Virgen seguiría siendo inmortal, ya que Cristo la habría trasladado a los lugares de su ascensión (PG 86,245c); desde la afirmación de san Epifanio de que el final terreno de María estuvo "lleno de prodigios" y de que casi ciertamente María posee ya con su carne el reino de los cielos (PG 41,777b), hasta la convicción expresada por el opúsculo siriaco Obsequia B. Virginis de que el alma de María, inmediatamente después de su muerte, se habría reunido de nuevo a su cuerpo. 

A finales del S. V es cuando los críticos sitúan igualmente los relatos apócrifos más antiguos sobre el Tránsito de María, que subrayando la idea de una muerte singular de la madre del Señor, representa el elemento primordial a partir del cual se desarrollará sucesivamente la reflexión en torno a la asunción. 

EN EL SIGLO VI

Este siglo tiene una especial importancia para el desarrollo histórico en oriente de la creencia en la asunción. Efectivamente, en oriente comienza a difundirse la celebración litúrgica del Tránsito o Dormición de María, fijada el día 15 de agosto por decreto particular del emperador Mauricio (PG 147,292).

En la iglesia copta se celebraba la fiesta de la muerte y, sucesivamente, la de la resurrección de María, más exactamente en las fechas del 6 de enero y de 9 de agosto; esta costumbre se ha conservado hasta nuestros días. Igualmente la Iglesia abisinia, estrechamente relacionada con la copta, celebra estos dos momentos del destino final de la Virgen. 

También la iglesia armenia celebra la gloriosa resurrección de María, sin conmemorar su resurrección, dado que admite la traslación del cuerpo incorrupto a un lugar desconocido. 
Hay que reconocer que este desarrollo de la fiesta litúrgica del Tránsito o Dormición, en oriente, representa una clave de bóveda y un punto histórico. 

DEL SIGLO VII HASTA EL X 

En este período, en la iglesia greco-bizantina, son numerosos los testimonios de los padres, doctores y teólogos que afirman la asunción corporal de María después de su muerte y resurrección; baste recordar aquí a san Modesto de Jerusalén (+634), a san Germán de Constantinopla (+733), a san Andrés de Creta (+740), a san Juan Damasceno (+749), a san Cosme el Melode (+743), a san Teodoro Estudita (+826), a Jorge de Nicomedia (+880). 

Pero su testimonio no quiere decir universalidad de parecer entre los teólogos bizantinos de este largo período. En efecto, para otros teólogos es muy grande la incertidumbre sobre la realización corpórea de la Virgen y sobre su destino final. 

En la Iglesia latina la situación es idéntica. Junto a los autores que afirman la asunción corporal hay un calificado testimonio de otros que profesan que no se sabe cuál fue el destino final de María; véanse, p. ej., san Isidoro de Sevilla (+636), s. Beda el venerable (+735). Más aún, también en el S. VIII, en Asturias, se pensaba que María había muerto como todos los seres humanos y que, como los demás, aguarda la resurrección y la glorificación final. 

No obstante, en Roma, ya desde el S. VII con el papa Sergio I, se celebraba la fiesta de la Dormición junto con la Natividad, Purificación y Anunciación. Desde Roma pasó el siglo siguiente a Francia y a Inglaterra, llevando ya el título de Assumptio S. Mariae (v. Sacramentario enviado por el papa Adriano I al emperador Carlomargo). 

El nuevo título que se le dio a la fiesta planteó espontáneamente el problema de la resurrección inmediata del cuerpo de María. Se determinan por tanto, en estos siglos, dos claras posiciones doctrinales: la que, no pudiendo contar con ningún testimonio escriturístico ni patrístico, admitía solamente como piadosa sentencia la doctrina de la asunción del cuerpo de la Virgen, aun aceptando como cierta la preservación de su cuerpo de la corrupción, y la que, elaborando un profundo tratado teológico sobre la glorificación anticipada incluso corporal de la madre de Dios, la sostenía como cierta. 

Es significativa en este sentido la obra del Pseudo-Agustín Liber de Assumptione Mariae Virginis (PL 40,1141-1148), que combate con decisión el agnosticismo de algunos de sus contemporáneos. 

SIGLO X HASTA NUESTROS DÍAS 

En la Iglesia bizantina, tanto griega como rusa, se determina durante estos últimos siglos una profunda convicción sobre la glorificación corporal de la Virgen después de la muerte, ampliamente difundida entre el clero, los teólogos y en la fe popular. 

Convicción que encuentra su solemne expresión en la liturgia del mes de agosto, que, en virtud de un decreto del emperador Andrónico II (1282-1328), quedó consagrado al misterio de la asunción, fiesta mayor entre las dedicadas a María; en la iconografía, en la reflexión teológica y en la piedad popular.

Todavía hoy la Iglesia bizantina, aunque no acepta la definición solemne proclamada por Pío XII, considera con una unanimidad moral cada vez más acentuada la asunción corporal de María como una piadosa y antigua creencia. 

En la Iglesia latina la influencia de la obra del Pseudo-Agustín que hemos citado fue decisiva en los cinco primeros siglos de este período y, por haber sido doctrina suya la asunción corporal de María, fue compartida y profundizada por los grandes doctores escolásticos (Albergo Magno, Tomás, Buenaventura, etc.), determinando un movimiento teológico y popular cada vez más difuso en favor de la asunción. 

En el S. XVI muchos protestantes, incluyendo a Luteo, por sus obvios motivos metodológicos, volvieron a negar esta piadosa creencia de la Iglesia católica; pero encontraron en los apologetas católicos una pronta reacción que hizo convertirse esta piadosa creencia casi en una doctrina cierta, tanto entre los teólogos como entre el pueblo.

En el S. XVIII encontramos la primera petición a la Santa Sede para la definición de la asunción como dogma de fe. La presentó el siervo de Dios p. Cesáreo Shguanín (1692-1769), teólogo de los Siervos de María. A esta petición siguieron otras muchas, procedentes de las diversas partes del mundo católico y con diversa autoridad moral y doctrinal. Bastará recordar aquí la del cardenal Sterckx y la de monseñor Sánchez en 1849 a Pío IX, y la de la reina Isabel II de España al mismo pontífice en 1863.
Centenares de otras peticiones, presentadas hasta 1941, llegaron a los diversos pontífices que se fueron sucediendo en la cátedra de Pedro, hasta Pío XII. Los padres jesuitas Hentrich y De Moos recogieron y publicaron en 1942, en dos volúmenes, todas las peticiones que se conservaban en el archivo secreto del Santo Oficio, con el título Pettitiones de Assumptione corporea B. M. Virginis in coelum definienda ad S. Sedem delatae. 

El consenso del mundo católico era moralmente unánime, aun cuando alguna voz aisalada discutiera no tanto el hecho de la asunción como su definibilidad en cuanto verdad revelada por Dios. Estas dudas se debían a varios orígenes. 

Algunas se derivaban de la ausencia de testimonios bíblicos sobre la asunción de María; otras, de la deficiente distinción crítica entre el aspecto dogmático del problema y el histórico o racional; otras, finalmente, de la fata de una visión de conjunto de los diversos argumentos aducidos en favor de la definibilidad de la asunción: argumentos que, insuficientes cuando se les toma en particular, podían ser reconocidos como válidos si se tomaban en bloque. 

Es sabido que Pío XII, después de las innumerables peticiones, el 1° de mayo de 1946 envió a todo el episcopado católico la encíclica Deiparae Virginis, en la que preguntaba a los obispos si la asunción de María podría ser definida y si deseaban juntamente con sus fieles esta definición. 

La inmensa mayoría de los obispos respondió afirmativamente a ambas preguntas, y Pío XII, el 1° de noviembre de 1950, procedió a la solemne definición dogmática con su constitución apostólica Munifucentissimus Deus

"...Por tanto, después de elevar a Dios muchas y reiteradas preces e invocar la luz del Espíritu de la Verdad, para gloria de Dios omnipotente, que otorgó a la Virgen María su peculiar benevolencia; para honor de su Hijo, Rey inmortal de los siglos y vencedor del pecado y de la muerte; para acrecentar la gloria de esta misma augusta Madre y para gozo y alegría de toda la Iglesia, por la autoridad de Nuestro Señor Jesucristo, de los bienaventurados apóstoles Pedro y Pablo y por la nuestra, pronunciamos, declaramos y definimos ser dogma de revelación divina que la Inmaculada Madre de Dios, siempre Virgen María, cumplido el curso de su vida terrena, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celeste..."


¡Bendita eres entre todas las mujeres! 
Bendita porque creíste en la palabra del Señor,
porque esperaste en sus promesas, porque fuiste perfecta en el amor. 
Bendita por tu caridad presurosa con Isabel,
por tu bondad materna en Belén,
por tu fortaleza en la persecución,
por tu perseverancia en la búsqueda de Jesús en el templo,
por tu vida sencilla en Nazaret,
por tu intercesión en Caná,
por tu presencia maternal junto a la Cruz,
por tu fidelidad en la espera de la Resurrección,
por tu oración asidua en Pentecostés.
Bendita eres por la gloria de tu Asunción a los cielos,
por tu maternal protección sobre la Iglesia,
por tu constante intercesión por toda la humanidad.

Bajo tu amparo 
nos acogemos, 
Santa Madre de Dios;
no deseches las súplicas que te dirigimos
en nuestras necesidades;
antes bien, 
líbranos siempre de todo peligro,
Oh Virgen gloriosa y bendita. 
(Oración más antigua que se conoce a la Virgen María S. III)

Nosotros creemos con todo el ardor de nuestra fe tu Asunción triunfal en cuerpo y alma a los cielos, donde sos aclamada Reina de todos los coros de los ángeles y de todos los santos. Nosotros nos asociamos a ellos para alabar y bendecir al Señor, que te ha exaltado por encima de todas las criaturas.