Cada 23 de julio se recuerda a Santa Brígida, Patrona de Suecia, fundadora de la Orden del Santísimo Salvador, madre de Santa Catalina de Suecia y proclamada por San Juan Pablo II como Patrona de Europa.
ORIGEN Y NACIMIENTO
Nació Brígida hacia el año 1303, en el castillo de Finsta, cerca de Upsala, capital en aquel entonces de Suecia. Era su familia descendiente de los antiguos reyes del país, y unía a la nobleza de la sangre la pureza de vida, pudiéndose decir que la piedad era como hereditaria en ellos, ya que el abuelo, el bisabuelo y hasta el tatarabuelo de nuestra Santa fueron en peregrinación a Jerusalén y demás lugares santificados por la presencia de Nuestro Divino Redentor. Fueron los padres de Brígida, el príncipe Birgerio y la princesa Ingeburga, dignos de sus antepasados. Confesaban y comulgaban todos los viernes y empleaban sus cuantiosas riquezas en construir iglesias y monasterios para que Dios fuera honrado y servido. Tales virtudes fueron debidamente premiadas por el cielo, que les otorgó bendiciones sin cuento y les concedió cinco hijos, modelos de virtud.
Brígida fue la última. Antes de su nacimiento, naufragó su madre en las costas de Suecia, y no pereció por milagro, según revelación de un ángel que le apareció la noche siguiente al grave percance y le dijo: «Dios te ha guardado la vida en consideración a tu hija; edúcala en el amor de Dios y cuídala como preciosa joya que el cielo te envía». El nacimiento de esta privilegiada niña fue revelado al santo sacerdote Benito, cura de Rasbo, iglesia próxima a Finsta. Hallábase en fervorosa oración cuando se le apareció la Santísima Virgen en hermosa nube y le dijo: «Ha nacido a Birgerio una niña cuya voz se oirá en el mundo entero». Sin embargo, y a pesar de tal predicción, la niña permaneció muda durante los tres primeros años; pero pasado este tiempo comenzó a hablar con la fluidez y soltura de una persona mayor.
PRIMERAS APARICIONES
Apenas contaba siete años cuando en el altarcito que adornaba la cabecera de su cama, vio una mañana a la Santísima Virgen que llevaba una corona en la mano y le decía: «Vente conmigo». La niña obedeció al instante. "¿Ves esta corona?", le preguntó la Virgen. En señal afirmativa, la niña inclinó su cabecita, momento y ademán que aprovechó la Virgen para coronarla. En esta mística diadema, hemos de ver el símbolo de las virtudes que debían brillar desde aquel instante en la Santa, y que alcanzarían todo su brillo y esplendor en el Paraíso.
Corría la cuaresma del año 1314, cuando un religioso llegó a Finsta para predicar la Pasión de Cristo; los sermones del misionero fueron para Brígida una revelación del místico significado del dolor que, por amor a Jesús, deseaba abrazar desde aquel momento; así mereció ver en revelación al Divino Maestro padecer el suplicio de la Cruz. "Mira -le dijo- cómo me han tratado". "¡Oh dulce Dueño mío! -exclamó la Santa-; ¿quién os ha causado tanto mal?" "Los que desprecian y olvidan mi amor", fuéle respondido.
Otro día se encontraba Brígida bordando unos ornamentos para la iglesia parroquial y, sintiéndose incapaz de reproducir con la aguja lo que en su imaginación concebía, imploró la ayuda del cielo, y he aquí que una bella y desconocida joven se acercó a la bordadora, y dio fin al bordado con flores y frutos de perfectísima labor. La tía de Brígida, que atónita y admirada presenciaba el hecho, se apoderó del bordado y lo guardó como preciosa reliquia.
MARTIRIO DE BRÍGIDA
Brígida y su hermana Catalina habían sido prometidas por su padre a los dos hermanos Ulfo y Magno, príncipes de Nericia, de quienes había recibido hospitalidad en el castillo de Ulfasa. Pareciéronle ambos jóvenes tan valientes caballeros como fervorosos cristianos.
Invitadas por su padre —según costumbre sueca— a "fabricar la cerveza de los desposorios", Catalina obedeció gustosa. Brígida, en cambio, "hubiera preferido cien veces la muerte"; mas no sabiendo todavía por entonces si estaba llamada a la vida religiosa, y aconsejada por su confesor, sometióse al deseo de su padre, a quien tendió su mano para que la enlazara con la del príncipe Ulfo; contaba a la sazón la Santa trece años (1316). El matrimonio, conforme a la costumbre de la época, debía celebrarse el año mismo en que se verificaban los esponsales, por lo que Brígida esperaba en Finsta que Ulfo viniese de un momento a otro a reclamarla. Llegado el caso montó con arrogancia en una jaca blanca de hermosa raza, domada en Gotia, y cabalgó al lado de su futuro esposo hasta el castillo de Ulfasa; en la capilla del castillo, los dos cándidos muchachos recibieron la bendición del sacerdote; y así quedaron unidos por los lazos indisolubles del matrimonio cristiano dos jóvenes corazones, unidos ya por un amor puro y ardiente a Jesús crucificado.
Brígida, tierna y amante esposa, ejerció benéfica influencia sobre el corazón y espíritu de Ulfo. Juntos socorrían a los pobres y, de común acuerdo, gastaron sus riquezas en construir escuelas, fundar hospitales y erigir iglesias.
Los viernes, confesábanse ambos con el mismo sacerdote, y juntos se acercaban los domingos a la Sagrada Mesa. Recíprocamente pedían en sus oraciones la gracia de ser cada día mejores y adelantar más en santidad. También se mostró Brígida experta y hábil ama de casa. A todos atendía, y procuraba que nadie careciese de lo necesario. Caritativa con los pobres, antes de sentarse a la mesa servía diariamente por sí misma la comida a doce de ellos, y los jueves les lavaba los pies para imitar el ejemplo de Jesucristo. De continuo cumplió, con gracia encantadora, las leyes de la hospitalidad: recibía contentísima a los parientes y amigos de su esposo Ulfo; con igual esmero atendía a los miembros de la nobleza, al clero, a los viandantes y a los monjes mendicantes; presentábase a todos con semblante jovial y atrayente y a todos trataba con exquisita cortesía y cristiana caridad; sólo para consigo misma usaba maceraciones y penitencias.
Ocho hijos —cuatro varones y cuatro niñas— fueron el fruto de su matrimonio. Llamáronse los primeros: Carlos, Birgerio, Benito y Gudmaro; y las hijas: Marta, Catalina, Ingeburga y Cecilia. Encontramos entre ellos los más variados temperamentos, por lo que, a pesar de los cuidados de su santa madre, hubo algunos que imitaron poco las virtudes de su santa vida. Carlos, por naturaleza impulsivo y apasionado, llevó una vida agitada y borrascosa; pero las oraciones de la madre, desolada por la conducta del hijo más y mejor amado, le alcanzaron la gracia de morir reconciliado con Dios. Birgerio, de carácter dulce y de espíritu reflexivo, y por ende serio, vivió cristianamente en medio de la corrompida corte de Estocolmo. Viudo desde muy joven, ayudó más tarde a su hermana Catalina a trasladar las reliquias de su madre desde Roma al monasterio de Vadstena (Suecia), y Catalina, que llegó a ser abadesa de ese monasterio, le escogió como administrador de las fincas y bienes abaciales. Gudmaro y Benito murieron jóvenes siendo aún estudiantes: el uno en Estocolmo y el otro en el monasterio de Alvastra, donde había vestido el hábito cisterciense. Marta fue una joven veleidosa y testaruda, que no dio más que disgustos a su santa madre: su única afición eran las diversiones mundanas. Ingeburga murió piadosamente siendo religiosa claustrada. Cecilia, a quien Brígida anhelaba también consagrar a Dios, abandonó el claustro, y su hermano Carlos la casó con un joven de la corte; como tal acontecimiento la afligiera en exceso, el Señor se le apareció y le dijo: "Tú me la habías entregado; pues bien, yo la coloco donde me place".
Pero a quien siempre amó la Santa con especial predilección fue a Catalina, la cual, casada con Edgardo de Eggartsnes, persuadió a su esposo a permanecer ambos vírgenes en el matrimonio. En el año 1350 se reunió con su madre en Roma; la acompañó después en sus peregrinaciones, y fue más tarde la primera abadesa del monasterio de Vadstena, fundado por Brígida. Murió en 1387 y fue canonizada hacia 1476. Hónrasela el 24 de marzo.
INFLUENCIA DE LA SANTA
Brígida fue encargada por Dios de comunicar a los Papas sus advertencias y deseos soberanos. Clemente VI, residente en Aviñón, aceptó en materia disciplinaria los consejos de esta mujer inspirada por Dios. Urbano V fue, en Roma primero y más tarde en Aviñón, el confidente principal de las revelaciones de la Santa, y, dócil a cuantas órdenes le dictaba en nombre del cielo, reprimió severamente los desórdenes de la corte pontificia. A Gregorio XI, sucesor de Urbano V, conjuró muchas veces de parte de Dios para que abandonase Aviñón y volviese a Roma; pero el Papa, de naturaleza indecisa, no se resolvió a ello en vida de la Santa, y fueron necesarias las apremiantes instancias de otra santa —Catalina de Sena— para que, cuatro años más tarde, obedeciese por fin. El 17 de abril del año 1371 entró solemnemente en la ciudad de los Apóstoles, y Roberto Orsino, sobrino del Pontífice, que gobernaba la Ciudad Eterna, pudo decirle: "Hoy comprendo, Santísimo Padre, la profecía que la bienaventurada Brígida me notificó hace cinco años al anunciarme que no solamente os vería entrar en Roma, sino que precisamente sería yo quien os acompañase en dicha entrada".
Cuando la humilde sierva de Dios residía en la corte de Suecia, hablaba con santa audacia a los Ángeles de las siete Iglesias del reino, como San Juan lo había hecho a los Custodios de las siete Iglesias de Asia, y los obispos escucharon con respeto las severas amonestaciones de la santa viuda.
Recordaba a los sacerdotes y religiosos relajados que pagar las propias deudas es estricto deber de conciencia, y, por lo tanto, que los derechos de los acreedores son antes que los de los pobres. Repetíales también que la pureza es indispensable a los ministros del Señor. De este modo, nada de cuanto se relacionaba con el bien de la Iglesia escapaba a la solicitud de esta alma iluminada por el espíritu de Dios.
Santa Brígida fundó el monasterio de Vadstena y la Orden de San Salvador; la regla con la que se rigieron fue recibida por la Santa del mismo Jesucristo. Diríase que la Orden, esbozada tan sólo a la muerte de la Fundadora, esperaba para su desarrollo y prosperidad que las reliquias de la Santa fuesen depositadas cual fermento en la tierra de Vadstena; desde entonces se propagó rápidamente y fundáronse en poco tiempo cuarenta monasterios. Aun hoy día cuenta con once casas, repartidas entre España y México.
ÚLTIMOS DÍAS Y MUERTE DE LA SANTA
Brígida murió en Roma poco después de su peregrinación a Tierra Santa. Algún tiempo antes de morir, recibió la visita de Gerardo, Nuncio Apostólico de S. S. Gregorio XI, quien, desde Aviñón, le mandaba en busca de los consejos de la vidente. Ésta le respondió con las siguientes palabras, que no pueden ser ni más claras ni más precisas: "Una mirada imparcial al mundo cristiano dice claramente que, sólo por el retorno del Papa a Italia, volverá la paz y tranquilidad a esta tierra".
Los últimos días de la Santa se vieron turbados por fuertes tentaciones de orgullo y de molicie, tentaciones que no sintió en su juventud. Como Cristo en el Calvario, se creyó un momento abandonada de Dios; pero acudió, sin embargo, a la Comunión y recibió, junto con la gracia del sacramento, fuerza y voluntad para sufrir. Desde este momento, su vida fue un éxtasis no interrumpido; volvió en sí después de recibir la Extremaunción, instante que aprovechó para dar a sus hijos, familiares y amigos sus últimas y supremas recomendaciones. Murió un sábado, 23 de julio, a los 71 años de edad.
Fue enterrada en Roma en la iglesia de las Clarisas, del monasterio de San Lorenzo in Panisperna, en el Viminal; un año más tarde sus restos fueron trasladados al cementerio de San Salvador, en Vadstena (Suecia).
Venérase en Roma la casa que habitó y la mesa de madera sobre la que quiso morir; su recuerdo perdura aún en las Catacumbas de San Sebastián, adonde iba a orar con frecuencia, y en San Pablo extramuros, donde se conserva el Crucifijo que le habló repetidas veces. Santa Brígida fue canonizada en 1391 por Bonifacio IX, y su fiesta, elevada a rito doble, fue establecida por Benedicto XIII el 2 de septiembre de 1724.
El Sumo Pontífice Emérito Benedicto XVI señaló en el 2010, al hablar de la santa, que su vida muestra el papel y la dignidad de la mujer en la Iglesia y que se caracterizaba siempre por su “actitud de respeto y de fidelidad plena al Magisterio de la Iglesia, en particular al Sucesor del apóstol Pedro".