> SoydelaVirgen : 10/08/20

--------------------------------------------- San Martin de Tours y La Virgen de los Buenos Aires / La Inmaculada Concepción y San Ponciano | Patronos de la Ciudad de Buenos Aires / Patronos de la Ciudad de La Plata -----------------------

Bendiciones, beneficios y formas de rezar el Rosario

 


1. Los pecadores obtienen el perdón.

2. Las almas sedientas se sacian.

3. Los que están atados ven sus lazos desechos.

4. Los que lloran hallan alegría.

5. Los que son tentados hallan tranquilidad

6. Los pobres son socorridos.

7. Los religiosos son reformados.

8. Los ignorantes son instruidos.

9. Los vivos triunfan sobre la vanidad.

10. Los muertos alcanzan la misericordia por vía de sufragios.

Beneficios del Rosario

1. Nos eleva gradualmente al perfecto conocimiento de Jesucristo.

2. Purifica nuestras almas del pecado.

3. Nos permite vencer a nuestros enemigos.

4. Nos facilita la práctica de las virtudes.

5. Nos abrasa en amor de Jesucristo.

6. Nos consigue de Dios toda clase de gracias.

7. Nos proporciona con qué pagar todas nuestras deudas con Dios y con los hombres.


Para recitar el Rosario con verdadero provecho se debe estar en estado de gracia o por lo menos tener la firme resolución de renunciar al pecado mortal.

1. Mientras se sostiene el Crucifijo hacer la Señal de la Cruz y luego recitar el Credo.

2. En la primera cuenta grande recitar un Padre Nuestro.

3. En cada una de las tres siguientes cuentas pequeñas recitar un Ave María.

4. Recitar un Gloria antes de la siguiente cuenta grande.

5. Anunciar el primer Misterio del Rosario de ese día y recitar un Padre Nuestro en la siguiente cuenta grande.

6. En cada una de las diez siguientes cuentas pequeñas (una decena) recitar un Ave María mientras se reflexiona en el misterio.

7. Recitar un Gloria luego de las diez Ave Marías. También se puede rezar la Jaculatoria de Fátima.

8. Cada una de las siguientes decenas es recitada de la misma manera: anunciando el correspondiente misterio, recitando un Padre Nuestro, diez Ave Marías y un Gloria mientras se medita en el misterio.

9. Cuando se ha concluido el quinto misterio el Rosario suele terminarse con el rezo de la Salve Regina.

7 de Octubre: Memoria Litúrgica de Nuestra Señora del Rosario

 


Hacía más de un siglo que los turcos mahometanos tenían llena de terror a toda la Cristiandad por una continuada serie de victorias que les permitía Dios, ya para castigar los pecados de los cristianos, ya para volver a excitar en sus fríos corazones la medio apagada fe.

El año de 1521 se apoderó Solimán II de la plaza de Belgrado; el de 1522 se hizo dueño de la isla de Rodas; y, pensando ya únicamente en dilatar sus conquistas hasta donde se extendía su ambición, entró en Hungría el año de 1526, ganó la batalla de Mohaes, apoderóse de Budapest, de Gran y de algunas otras plazas, penetró hasta Viena de Austria, tomó y saqueó a Tauris, y por medio de sus generales rindió con las armas otras provincias de Europa.

Su hijo y sucesor Selim II conquistó la isla de Chipre el año de 1571; puso en el mar la más numerosa y la más formidable armada que había visto aquel monstruo sobre sus espaldas, lisonjeándose de hacerse dueño con ella no menos que de toda la Italia. Atónita una gran parte de la Cristiandad, consideró que dependía su fortuna de la dudosa suerte de una batalla.

Era muy inferior la armada naval de los cristianos a la de los turcos, y no podía prometerse la victoria sino precisamente con la asistencia del Cielo. Consiguiéronla por, intercesión de la santísima Virgen María bajo cuya protección había puesto la armada el Santo Pontífice San Pío V. Dióse esta memorable batalla, la más célebre que los cristianos habían ganado en el mar, el día 7 de Octubre del año de 1571.
Estaban los turcos ancorados en Lepanto, cuando tuvieron aviso de que los cristianos, saliendo del puerto de Corfú, venían a echarse a velas tendidas sobre ellos. Tenían tan bajo concepto de la armada cristiana, que nunca creyeron tuviese atrevimiento a presentarles el combate.

Sabían a punto fijo el número de navíos de que se componía; pero ignoraban que venían a pelear bajo la protección de la Santísima Virgen, en quien, después de Dios, tenían colocada toda su confianza; y por eso quedaron extrañamente sorprendidos cuando fueron informados de que la armada naval de los cristianos había ganado ya la altura de la isla de Cefalonia.

Acostumbrados los turcos después de tanto tiempo a vencer y derrotar a los cristianos, celebraron su intrépida cercanía como presagio seguro de una completa victoria. Superiores en tropas y en navíos, levantaron áncoras para cerrarles el paso, con ánimo de cortarlos y de envolverlos de manera que ni uno solo escapase para llevar la noticia de su derrota.
Apenas se dejó ver la armada otomana, mandada por Alí-Bajá, cuando la armada cristiana, que con título de generalísimo mandabael Sr. D. Juan de Austria, hermano natural de Felipe II, rey de España, juntamente con Marco Antonio Colona, general de la escuadra pontificia, levantando un esforzado grito, invocó la intercesión de la Santísima Virgen, su Soberana protectora.

Halláronse á tiro de cañón las dos armadas el día 7 de Octubre de 1571, y se hizo tan terrible fuego de una y otra parte, que por largo espacio de tiempo quedó el aire obscurecido con la densidad del humo. Tres horas había durado ya el obstinado combate con empeñado valor, y con casi igual ventaja de unos y otros combatientes, cuando los cristianos, más confiados en la protección del Cielo que en los esfuerzos de su corazón y de su brazo, observaron que los turcos comenzaban a ceder, y que se iban retirando hacia la costa.

Redoblando entonces su confianza y su ardimiento nuestros generales, hicieron nuevo fuego sobre la capitana turca, mataron a Alí Bajá, abordaron su galera y arrancaron el estandarte. Mandó a este tiempo D. Juan de Austria que todos gritasen victoria, y ya desde entonces, dejando de ser combate, comenzó a ser horrible carnicería en los infelices turcos, que se dejaban degollar sin resistencia.
Treinta mil hombres perdieron éstos en aquella célebre batalla, una de las, más sangrientas para ellos que jamás habían conocido desde la fundación del imperio otomano. Hicieron los cristianos cinco mil prisioneros, entre los cuales fueron dos hijos de Alí, y se hicieron dueños de ciento y treinta galeras turcas; más de otras noventa perecieron, o dando á la costa, o yéndose á fondo, o consumidas por el fuego : cobraron libertad por esta insigne victoria casi veinte mil esclavos de galera cristianos, y en la armada de éstos faltó tan poca gente, que todo el orbe reconoció visiblemente la asistencia del Cielo y aclamó el portentoso milagro.
Tuvo revelación de la victoria el Santo Pontífice Pío V en el mismo punto que fueron derrotados los turcos, tan firmemente persuadido á que había sido efecto de la particular protección de la Santísima Virgen, que instituyó esta fiesta con el nombre de Nuestra Señora de la Victoria, como lo anuncia el Martirologio Romano por estos términos: El mismo día, 7 de Octubre, la Conmemoración de Nuestra Señora de la Victoria, fiesta que instituyó el santo Papa Pío V en, acción de gracias por la gloriosa victoria que en este día consiguieron los cristianos de los turcos en una batalla naval, por la particular protección de la Santísima Virgen.
Para empeñar más particularmente la poderosa protección de esta Señora á favor de las armas cristianas en ocasión tan peligrosa, se había valido el santo pontífice de la devoción del Santo Rosario, tan del agrado de la Soberana Reina, y ya entonces muy antigua en la Iglesia de Dios; y por eso mandó que la fiesta de Nuestra Señora de la Victoria fuese al mismo tiempo la solemnidad del Santísimo Rosario. 

No menos convencido el papa Gregorio XIII de que la batalla de Lepanto ganada contra los turcos se debía á esta célebre devoción, ordenó, en reconocimiento á la Santísima Virgen, que perpetuamente se celebrase la solemnidad del Rosario el primer domingo de Octubre en todas las iglesias donde se erigiese esta devotísima cofradía.
Clemente XI, uno de los pontífices que gobernaron la Iglesia de Dios con mayor celo, con mayor prudencia y con mayor dignidad, noticioso de la victoria que las tropas del Emperador consiguieron de los turcos el día de Nuestra Señora de las Nieves, 5 de Agosto de 1716, cerca de Salankemen, conocida con el nombre de la batalla de Selim, mandó desde luego cantar una Misa solemne en Santa María la Mayor en acción de gracias de tan insigne beneficio; al que inmediatamente se siguió otro en nada inferior al primero, cual fue haber levantado el sitio de Corfú en el día de la Octava de la Asunción, 22 del mismo mes y año. 
Agradecido el piadoso Pontífice á esta doble protección, después de haber publicado una indulgencia plenaria en Santa María de la Victoria, y enviados los estandartes que se tomaron á los turcos á Santa María la Mayor y á Loreto, mandó que la fiesta del Rosario, limitada hasta entonces á las iglesias de los Padres dominicos y á aquellas donde hubiese cofradía de esta advocación, en adelante fuese fiesta solemne de precepto para toda la Iglesia universal en el primer domingo de Octubre (ahora 7 de octubre).
Es bien sabido que este método de orar se debe al gran Santo Domingo, que estableció esta admirable devoción en consecuencia de una visión con que le favoreció la Santísima Virgen el año 1208, al mismo tiempo que estaba predicando contra los errores de los albigenses.

Hallábase un día el Santo en fervorosa oración dentro de la capilla de Nuestra Señora de la Provilla, y, apareciéndosele la Madre de misericordia, le dijo: Que habiendo sido la salutación angélica como el principio de la Redención del género humano, era razón que lo fuese también de la conversión de los herejes y de la victoria contra los infieles; que, por tanto, predicando la devoción del Rosario, que se compone de ciento y cincuenta Avemarías, como el Salterio de ciento cincuenta salmos, experimentaría milagrosos sucesos en sus trabajos, y una continuada serie de victorias contra la herejía.
Obedeció Santo Domingo el soberano precepto; y en lugar de detenerse, como lo había hecho hasta entonces, en disputas, y en controversias, que por lo regular son de poco fruto, no hizo en adelante otra cosa que predicar las grandezas y excelencias de la Madre de Dios, explicando á los pueblos el mérito, las utilidades y el método práctico del Santísimo Rosario. 
Luego se palpó la excelencia de esta admirable devoción; siendo la mayor prueba de su maravillosa eficacia la conversión de más de cien mil herejes, y la mudanza: de vida de un prodigioso número de pecadores, atraídos á la verdadera penitencia, y arrancados de sus inveteradas costumbres.

Esta fue hablando en propiedad, la verdadera época de la devoción del Santísimo Rosario y de su famosa cofradía, tan célebre en todo el mundo cristiano, autorizada por tantos Sumos Pontífices con tantos, y tan singulares privilegios, y considerada ya como dichosa señal de predestinación respecto de todos sus cofrades.
A la verdad, ¿qué devoción puede haber más grata á los ojos de Dios, ni qué oración más eficaz para merecer la protección de la Santísima Virgen? El Padrenuestro o la oración dominical, que en ella se repite tantas veces, nos la enseñó el mismo Jesucristo; la salutación angélica, que se reza ciento y cincuenta, se compone de las mismas palabras del Ángel, y de las que pronunció Santa Isabel cuando la Virgen la visitó; la oración que la acompaña es oración de la Iglesia. Compónese el Rosario entero de quince dieces de Avemarías y de quince Padrenuestros.
Los cinco primeros son de los cinco misterios gozosos, los cinco segundos de los dolorosos, y los cinco terceros de los gloriosos, que fueron de tanto consuelo para la santísima Virgen. Los misterios gozosos son la Anunciación, la Visitación, el Nacimiento de Cristo, la Purificación, y el Niño Jesús perdido y hallado en el templo en medio de los doctores. 

Los misterios dolorosos son la Oración del Huerto, el Paso de los azotes, la Coronación de espinas, la Cruz á cuestas, y Crucifixión del Salvador en el monte Calvario. Los misterios gloriosos son la Resurrección y aparición á su santísima Madre, su Ascensión, la Venida del Espíritu Santo, la Triunfante ascensión de María en cuerpo y alma á los Cielos, y su Coronación en la Gloria.
Bien se puede asegurar que entre todos los cultos que se tributan á la Iglesia en la Madre de Dios, uno de los que más la honran es la devoción del Rosario. Es cierto que para la Santísima Virgen no hubo cosa más gloriosa que la embajada del ángel cuando la vino á anunciar que había de ser Madre de Dios; por consiguiente, siempre que se la repite esta salutación parece que en cierta manera se ejercita el empleo y la comisión del Ángel; y lo que no tiene duda es que, por decirlo así, se la trae á la memoria la insuperable honra que recibió en aquella divina elección, por lo que parece que ninguna devoción la puede ser más agradable. 
Ayúdanse recíprocamente la oración y la meditación, dice San Bernardo, siendo la oración como una resplandeciente hacha que comunica luz y ardor á la meditación. Todo esto se halla unido en el Rosario, y por eso sin duda dijo el bienaventurado Alano de Rupe que el Rosario era la más insigne y como la reina de todas las devociones. (in Compl. Psalt. Mar.) 
Por lo mismo se aplica con razón al Rosario lo que San Juan Crisóstomo dice de la oración frecuente y muchas veces repetida. Esta oración es un escudo contra todos los golpes del enemigo, un tesoro infinito, un fondo inagotable de riquezas espirituales.

No se puede dudar que entre todas las oraciones vocales con que honra la Iglesia á la Santísima Virgen, una de las más santas y de las más agradables á Dios es el Rosario, por componerse de las dos oraciones más sagradas que hay, conviene á saber: de la oración dominical y de la salutación angélica, acompañándose al mismo tiempo con muchas meditaciones sobre la vida y muerte del Salvador y de su santísima Madre. 
Todo es misterioso en el Rosario; hasta el mismo número de ciento y cincuenta Avemarías, por el cual se llama también el Salterio de la Virgen. Los herejes de todos los siglos, tan enemigos de la Madre como del Hijo, blasfemaron muchas veces contra esta devoción; pero, particularmente los de estos últimos tiempos, se desenfrenaron furiosamente contra el Rosario. Como fue tan funesta á los albigenses esta devoción, precisamente había de ser objeto del odio y de las imprecaciones de sus infelices descendientes, los que no han omitido medio alguno para desacreditarla;' pero todos sus esfuerzos no han servido más que para aumentar el número de sus cofrades y de sus devotos. 

Ninguna cofradía de la Virgen es más célebre que ésta, ninguna más provechosa á los fieles, ninguna más autorizada por la Iglesia. Doce o trece pontífices la han franqueado con piadosa profusión los tesoros espirituales de que son depositarios; los reyes y los pueblos se han apresurado con ansiosa devoción á alistarse en ella. 
Pero ¿qué victorias se han conseguido contra los enemigos de la fe, qué reforma de costumbres, qué ejemplar edificación no se ha visto en todos los estados desde que se extendió en el mundo esta sólida devoción? Aun en vida de su santo, fundador y restaurador la vio propagada con maravilloso fruto en España, en Francia, en Alemania, en Polonia, en Rusia, en Moscovía y hasta en las islas del Archipiélago. 
Pero muchos mayores progresos hizo á esfuerzos de los herederos del celo y de las virtudes del gran patriarca Santo Domingo. El Beato Alano de Rupe predicó el Rosario en todos los países septentrionales con tal feliz suceso, que florecía en todo el Universo el culto y la devoción de la santísima Virgen, fundándose en todas las ciudades de la Cristiandad la cofradía del Rosario; lo que obligó al Papa Sixto V a enriquecerla aún con mayores gracias y privilegios que sus predecesores, como se ve en la Bula expedida el año de 1586, tan honrosa y de una espiritual utilidad para todos los cofrades.
El título de Nuestra Señora de la Victoria es más antiguo que la batalla de Lepanto. Desde la tierna edad de la Iglesia experimentaron los cristianos la especial protección de la santísima Virgen contra las armas de los enemigos de la fe, y por esta especial protección se la comenzó á apellidar Nuestra Señora de la Victoria.
En el famoso sitio de Rodaso tan gloriosamente defendido el año de 1480 por los caballeros de San Juan de Jerusalén, hoy caballeros de Malta, siendo gran maestre el célebre Pedro Aubuson, contra fuerzas del imperio otomano en tiempo de Mahometo II, terror de todo el mundo cristiano; después que los caballeros obligaron a los turcos a levantar el sitio, muchos desertores que se pasaron al campo de los caballeros cuando sus victoriosas tropas volvían a entrar en la plaza, refirieron que en el calor del combate habían visto los turcos en la región del aire una cruz de oro rodeada de una resplandeciente luz. 

Y al mismo tiempo una hermosísima señora, cuyo traje era más blanco que la misma nieve, con una lanza en la mano derecha y en el brazo siniestro una rodela, acompañada de un hombre serio y severo vestido de pieles de camello, seguidos ambos de una tropa de jóvenes guerreros, todos armados con espadas de fuego; visión, añadieron ellos, que llenó de terror a los infieles tanto, que cuando se desplegó el estandarte de la religión de Malta, en que estaban pintadas las imágenes de la Virgen y de San Juan Bautista, muchos turcos cayeron muertos en tierra sin haber recibido herida ni golpe del enemigo. 

Luego que el gran maestre se vio enteramente curado de sus heridas, hizo voto de erigir una suntuosa iglesia con la advocación de Nuestra Señora de la Victoria, en cuya magnífica obra se trabajó inmediatamente que se repararon las fortificaciones de la plaza.

En los albores del siglo XXI, San Juan Pablo II -quien añadió los “misterios luminosos” al rezo del Santo Rosario- escribió, en su carta apostólica “Rosarium Virginis Mariae”, que esta oración mariana “en su sencillez y profundidad, sigue siendo también en este tercer Milenio apenas iniciado una oración de gran significado, destinada a producir frutos de santidad”. El Papa peregrino concluye aquel documento con esta hermosa oración del Beato Bartolomé Longo, Apóstol del Rosario:

Oh Rosario bendito de María, dulce cadena que nos une con Dios, vínculo de amor que nos une a los Ángeles,
torre de salvación contra los asaltos del infierno,
puerto seguro en el común naufragio, no te dejaremos jamás.

Tú serás nuestro consuelo en la hora de la agonía.

Para ti el último beso de la vida que se apaga.

Y el último susurro de nuestros labios será tu suave nombre,
oh Reina del Rosario de Pompeya,
oh Madre nuestra querida,
oh Refugio de los pecadores,
oh Soberana consoladora de los tristes.

Que seas bendita por doquier, hoy y siempre, 
en la tierra y en el cielo.


Oración a la Virgen del Rosario 

Otra gracia más os pedimos, ¡oh poderosa Reina!, que no podéis negarnos en este día de tanta solemnidad. Concedednos a todos, además de un amor constante hacia Vos, vuestra maternal bendición. No, no nos retiraremos de vuestras plantas hasta que nos hayáis bendecido. Bendecid, ¡oh María!, en este instante al Sumo Pontífice. A los antiguos laureles e Innumerables triunfos alcanzados con vuestro Rosario, y que os han merecido el título de Reina de las Victorias, agregad este otro: el triunfo de la Religión y la paz de la trabajada humanidad. Bendecid también a nuestro Prelado, a los Sacerdotes y a todos los que celan el honor de vuestro Santuario. Bendecid a los asociados al Rosario Perpetuo y a todos los que practican y promueven la devoción de vuestro Santo Rosario.




6 de Octubre: Memoria Litúrgica de san Bruno, presbítero y fundador de la Orden de la Cartuja

 


 El sabio y devoto cardenal Bona, hablando de los monjes cartujos, cuya orden fue fundada por San Bruno, los llama "el gran milagro del mundo: viven en el mundo como si estuviesen fuera de él; son ángeles en la tierra, como Juan Bautista en el desierto, y constituyen el mayor ornamento de la Iglesia; se elevan al cielo como águilas, y su instituto religioso está por encima de todos los otros." 
El fundador de esa orden extraordinaria había nacido en el seno de una familia distinguida, hacia el año 1030, en Colonia. Partió de su ciudad natal cuando era todavía joven, para proseguir sus estudios en la escuela catedralicia de Reims. Cuando volvió a Colonia, recibió la ordenación sacerdotal y se le confirió una canonjía en la colegiata de San Cuniberto (aunque es posible que haya gozado de la canonjía desde antes de partir a Reims). 

El año 1056, fue invitado a enseñar gramática y teología en su antigua escuela. El hecho de que haya sido escogido para puestos tan importantes cuando no tenía sino veintisiete años, demuestra que era un hombre extraordinario, pero no revela los caminos que Dios le tenía reservados para convertirse en lumbrera de la Iglesia. Bruno se ocupó de enseñar "a los clérigos más avanzados y versados en las ciencias, no a los principiantes". 

Su principal empeño consistía en llevar a sus discípulos a Dios y en enseñarles a respetar y amar la ley divina. Muchos de ellos llegaron a ser eminentes filósofos y teólogos, honraron a su maestro con sus talentos y habilidades y extendieron su fama hasta los más apartados rincones. Uno de ellos, Eudes de Chátillon, ciñó la tiara pontificia con el nombre de Urbano II y fue beatificado.
San Bruno fue profesor en la escuela de Reims donde mantuvo, durante dieciocho años, un alto nivel en los estudios. Después, fue nombrado canciller de la diócesis por el arzobispo Manases, quien era un personaje absolutamente indigno de su alto cargo. Bruno tuvo pronto ocasión de conocer la mala vida de su protector. 
El legado papal, Hugo de Saint Dié, citó a juicio a Manases ante el concilio de Autun, en 1076; pero el arzobispo se negó a presentarse y fue suspendido en el ejercicio de sus funciones. San Bruno, el preboste de la diócesis (llamado también Manases) y un canónigo de Reims, llamado Poncio, acusaron al arzobispo ante el concilio. 
La actitud de San Bruno fue tan prudente y reservada, que impresionó al legado, el cual, escribiendo al Papa, alabó la virtud y prudencia de nuestro santo. El arzobispo de Reims, furioso contra los tres canónigos que le habían acusado, mandó saquear y destruir sus casas y vendió sus beneficios eclesiásticos. 
Los tres canónigos se refugiaron en el castillo de Ebles de Roucy; ahí permanecieron hasta que el arzobispo simoníaco, engañando a San Gregorio VII (cosa que no era fácil), consiguió ser restituido al gobierno de su diócesis. San Bruno se trasladó entonces a Colonia.
Por aquel tiempo, había decidido ya abandonar todo cargo eclesiástico, — según lo había comunicado en una carta a Raúl, preboste de Reims. Durante una conversación que habían tenido San Bruno, Raúl y otro canónigo en el jardín del castillo de Ebles de Roucy, discutieron acerca de la vanidad y falsedad de las ambiciones mundanas y de los goces de la vida eterna. 

Los tres habían quedado muy impresionados por aquella conversación y habían prometido abandonar el mundo. Sin embargo, difirieron la ejecución de sus planes hasta que el canónigo volviese a Roma, a donde tenía que viajar. Pero éste no regresó, Raúl flaqueó en su resolución y volvió a establecerse en Reims. Bruno fue el único que perseveró en su propósito de abrazar la vida religiosa, a pesar de que todo le sonreía, ya que poseía abundantes riquezas y gozaba de gran favor entre los personajes de importancia. 
Si se hubiese quedado en el mundo, habría sido pronto elegido arzobispo de Reims. En vez de ello, renunció a su beneficio eclesiástico y a todas sus riquezas y convenció a algunos amigos para que se retirasen con él a la soledad. Al principio se pusieron bajo la dirección de San Roberto, abad de Molesmes (quien colaboró más tarde en la fundación del Císter), y se establecieron en Séche-Fontaine, cerca de Molesmes. 
Durante su estancia ahí, Bruno, deseoso de mayor virtud y perfección, se puso a reflexionar y a consultar con sus compañeros acerca de lo que debían hacer para ello. Después de hacer mucha penitencia y oración para conocer la voluntad de Dios, Bruno comprendió que el sitio no se prestaba para sus propósitos y acudió a San Hugo, obispo de Grenoble, que era un hombre de Dios y podía ayudarle a conocer su voluntad. 

Por otra parte, Bruno estaba al tanto de que en los alrededores de Grenoble había muchos bosques solitarios en los que podría encontrar la paz que deseaba. Seis de sus primeros compañeros partieron a Grenoble con él; entre ellos se contaba Landuino, quien había de sucederle en el gobierno de la Gran Cartuja.
Llegaron a Grenoble a mediados de 1084. Inmediatamente se entrevistaron con San Hugo para pedirle que les designase un sitio en el que pudiesen entregarse al servicio de Dios, lejos del mundo y sosteniéndose del trabajo de sus manos. Hugo los recibió con los brazos abiertos, ya que, según se cuenta, había visto antes en sueños a los siete forasteros, en tanto que el mismo Dios construía una iglesia en el bosque de Chartreuse, y siete estrellas brillaban en el cielo como para indicarle el camino. 
El obispo de Grenoble abrazó fraternalmente a los peregrinos y les designó el desierto de Chartreuse para que viviesen y les prometió toda la ayuda que necesitasen para establecerse. Pero, a fin de mantenerlos alerta en las dificultades y para que supiesen perfectamente a qué atenerse, les previno que el sitio era de difícil acceso a causa de las abruptas montañas y de la nieve que lo cubrían la mayor parte del año. 

San Bruno aceptó el ofrecimiento con gran gozo, y San Hugo les concedió todos los derechos que poseía sobre ese bosque y los puso en relación con el abad de Chaise- Dieu, en la Auvernia. Bruno y sus compañeros empezaron por construir un oratorio y una serie de celdas a cierta distancia unas de otras, exactamente como en las antiguas "lauras" de Palestina. Tal fue el origen de la orden de los cartujos, que tomó su nombre del desierto de Chartreuse.
San Hugo prohibió a las mujeres el acceso al paraje en que se habían establecido Bruno y sus compañeros, así como la caza, la pesca y la cría de ganado en la región. Al principio, los monjes vivían por pares en las celdas, pero poco después cada uno tuvo la suya propia, y sólo se reunían en la iglesia para el canto de los maitines y las vísperas; el resto del oficio lo rezaban en privado. 
Únicamente en las grandes fiestas comían dos veces al día; en esas ocasiones, se reunían en el refectorio, pero de ordinario cada uno comía en su celda, como los ermitaños. En todo reinaba la mayor pobreza; por ejemplo, el único objeto de plata que había en la iglesia era el cáliz. El tiempo se repartía entre el trabajo y la oración. Una de las principales ocupaciones de los monjes consistía en copiar libros, con lo que se ganaban el sustento. 
La única dependencia verdaderamente rica del monasterio era la biblioteca. La tierra era poco fértil y el clima muy inclemente, de suerte que se prestaba poco para la siembra; en cambio, la cría de ganado prosperaba. El beato Pedro el Venerable, abad de Cluny, escribía unos veinticinco años después de la muerte de San Bruno: "Su vestido era más pobre que el del resto de los monjes y tan corto y delgado que se estremecía uno al verlo. 

Llevaban camisas de pelo sobre el cuerpo y ayunaban casi constantemente. Sólo comían pan negro; jamás probaban la carne, ni siquiera cuando estaban enfermos; nunca pescaban pero comían pescado cuando alguien se lo daba de limosna ... Pasaban el tiempo en la oración, la lectura y el trabajo; su principal labor consistía en copiar libros. Sólo celebraban la misa los domingos y días de fiesta". 
Tal era la vida que llevaban, por más que no tenían reglas escritas, pero se inspiraban en la regla de San Benito en los puntos en que ésta era compatible con la vida eremítica. San Bruno acostumbró a sus discípulos a observar fielmente el modo de vida que les había prescrito. En 1127, el quinto prior de la Cartuja, llamado Guigues, puso por escrito los usos y costumbres. 
Guigues hizo muchas modificaciones, y sus "Consuetudines" son hoy todavía el libro esencial. Los cartujos constituyen la única de las órdenes antiguas que nunca ha sido reformada y que no ha tenido necesidad de reforma, gracias a su absoluto aislamiento del mundo y al celo que han puesto siempre los superiores y visitadores en no abrir la puerta a las mitigaciones y dispensas.
La Iglesia considera la vida de los cartujos como el modelo perfecto del estado de contemplación y penitencia. Sin embargo, cuando San Bruno se estableció en Chartreuse, no tenía la menor intención de fundar una orden religiosa. Si sus monjes se extendieron, seis años más tarde, por el Delfinado, ello se debió, después de la voluntad de Dios, a una invitación que se les formuló, y lo menos que puede decirse es que San Bruno no tenía el menor deseo de aceptar esa invitación inesperada.
San Hugo concibió una admiración tan grande por San Bruno, que le tomó por director espiritual. A pesar de las dificultades del viaje desde Grenoble a la Cartuja, acostumbraba ir allá de cuando en cuando para conversar con San Bruno y aprovechar en la vida espiritual con su consejo y ejemplo. 
Pero la fama del fundador se extendió más allá de Grenoble y llegó a oídos de su antiguo discípulo, Eudes de Chátillon, quien al ceñir la tiara pontificia había tomado el nombre de Urbano II. Cuando oyó hablar de la santa vida que llevaba su maestro y, convencido de que era un hombre de ciencia y prudencia excepcionales, el Pontífice le mandó llamar a Roma para que le ayudase con sus consejos en el gobierno de la Iglesia. 

Difícilmente podía haberse presentado al santo una ocasión más amarga de mostrar su obediencia y hacer un sacrificio muy costoso. A pesar de ello, partió de la Cartuja a principios del año 1090, después de nombrar a Landuino prior del monasterio. La partida de Bruno produjo una pena enorme a sus discípulos, y varios de ellos abandonaron el monasterio. 
Los demás le siguieron a Roma; pero Bruno los convenció de que volviesen a la Cartuja, de la que se habían encargado durante su ausencia los monjes de Chaise-Dieu.
San Bruno obtuvo permiso para establecerse en las ruinas de las termas de Diocleciano, de donde el Papa podía llamarle fácilmente cuando lo necesitaba. Es imposible determinar con certeza la importancia del papel de San Bruno en el gobierno de la Iglesia. Algunas de las disposiciones que se le atribuían antiguamente, fueron en realidad obra de su homónimo, San Bruno de Segni; pero está fuera de duda que nuestro santo colaboró en la preparación de varios sínodos organizados por Urbano II para reformar al clero. 

Por otra parte, el espíritu contemplativo del fundador de la Cartuja le llevaba naturalmente a trabajar sin ruido. El Papa intentó hacerle arzobispo de Reggio, pero el santo supo defenderse con tanta habilidad y supo dar al Pontífice tales argumentos para que le dejase retornar a la soledad, que Urbano II acabó por concederle permiso de retirarse a la Calabria; sin embargo, no le dejó volver a la Cartuja para tenerle siempre a mano. 

El conde Rogelio, hermano de Roberto Guiscardo, regaló al santo el hermoso y fértil valle de La Torre, en la diócesis de Squillace. Ahí se estableció San Bruno con algunos discípulos que se había ganado en Roma. Imposible describir el fervor y el gozo que el fundador de la Cartuja experimentó al volver a la soledad. 
Escribió por entonces una carta muy cariñosa a su amigo Raúl de Reims para invitarle a reunirse con él, recordando amigablemente la promesa que le había hecho y describiéndole en términos amables y entusiastas los gozos y deleites que él y sus compañeros hallaban en ese género de vida. La carta demuestra ampliamente que San Bruno no era un hombre melancólico y severo. 
La alegría, que corre siempre pareja con la verdadera virtud, es particularmente necesaria a las almas que viven en la soledad, ya que nada hay para ella tan pernicioso como la tristeza y la tendencia exagerada a la introspección.

En 1099, Landuino, el prior de la Cartuja, fue a Calabria a consultar con San Bruno ciertos puntos del instituto que había fundado, pues los monjes no querían apartarse un ápice del espíritu del fundador. Bruno les escribió entonces una carta llena de ternura y de espiritualidad, donde les daba instrucciones acerca de la vida eremítica, resolvía todas sus dificultades, les consolaba de lo que habían tenido que sufrir y les alentaba a la perseverancia. 
En sus dos ermitas de Calabria, llamadas Santa María y San Esteban, Bruno supo inspirar el espíritu de la Cartuja. En la cuestión material, recibió generosa ayuda del conde Rogelio, con quien llegó a unirle una estrecha amistad. El santo solía visitar al conde y su familia en Mileto, con ocasión de algún bautismo u otra celebración familiar; por su parte Rogelio acostumbraba ir a pasar algunas temporadas en La Torre. 

Bruno y el conde murieron con tres meses de diferencia. En cierta ocasión en que Rogelio había puesto sitio a Capua, se salvó de la traición de uno de sus oficiales gracias a que San Bruno le previno en sueños. Cuando el conde comprobó la traición, condenó a muerte al oficial, pero San Bruno obtuvo el perdón para él.
A fines de septiembre de 1101, San Bruno contrajo su última enfermedad. Al sentir que se aproximaba la muerte, mandó llamar a todos los monjes e hizo una confesión pública y una profesión de fe. Sus discípulos se encargaron de transmitir a la posteridad dicha profesión. El santo expiró el domingo 6 de octubre de 1101.
 
Los monjes de La Torre enviaron un relato de su muerte a las principales iglesias y monasterios de Italia, Francia, Alemania, Inglaterra e Irlanda, pues era entonces costumbre pedir oraciones por las almas de los que habían fallecido. Ese documento, junto con los "elogia" escritos por los ciento setenta y ocho que recibieron el relato de su muerte, es uno de los más completos y valiosos que existen. 
San Bruno no ha sido nunca canonizado formalmente, pues los cartujos rehuyen todas las manifestaciones públicas. Sin embargo, en 1514 obtuvieron del Papa León X el permiso de celebrar la fiesta de su fundador, y Clemente X la extendió a toda la Iglesia de occidente en 1674. El santo es particularmente popular en Calabria, y el culto que se le tributa refleja en cierto modo el doble aspecto activo y contemplativo de su vida.



5 de Octubre: Memoria Litúrgica de santa Faustina María Kowalska, religiosa

 


Santa Faustina nació en la aldea de Glogoviec, en Swinice Varckie, Polonia, el 25 de agosto de 1905. Fue bautizada dos días después con el nombre de Elena Kowalska, en la Iglesia de San Casimiro. Sus padres tuvieron 8 hijos (Elena es la tercera), a quienes criaron con mucha disciplina, siendo gran ejemplo de vida espiritual. A muy temprana edad, Elena fue llamada a hablar con el cielo. Una indicación de este hecho fue un sueño que ella tuvo a la edad de 5 años. Su madre recuerda que en esa época Elena dijo a su familia. “Yo estuve caminando de la mano de la Madre de Dios en un jardín precioso”. Muchas veces, aún antes de los siete años, la niña se despertaba durante la noche y se sentaba en la cama. Su mamá veía que estaba rezando, y le decía que regresara a dormir o terminaría perdiendo la cabeza. “Oh, no madre”, Elena le contestaba, “mi ángel guardián me debe haber despertado para rezar.”

Elena tenía aproximadamente 9 años cuando se preparó para recibir los sacramentos de la Confesión y la Comunión en la Iglesia de San Casimiro. Su madre recuerda que antes de dejar la casa en el día de su Primera Comunión, Elena besó las manos de sus padres para demostrar su pena por haberles ofendido. Desde aquél entonces, se confesaba todas las semanas; cada vez rogaba a sus padres perdón, besándoles las manos, siguiendo una costumbre Polaca. Esto lo hacía a pesar de que sus hermanos y hermanas no le imitaban.



Elena ayudaba en la casa con los quehaceres de la cocina, ordeñando las vacas, y cuidando de sus hermanos. Empezó a asistir al Colegio cuando tenía 12 años de edad, debido a que las escuelas en Polonia estaban cerradas durante la ocupación Rusa. Solo pudo completar tres trimestres, cuando en la primavera de 1919, se notificó a todos los estudiantes mayores, que salieran del colegio para dar cabida a los niños menores. A los 15 años comenzó a trabajar como empleada doméstica y de nuevo sintió muy fuertemente el llamado a la vocación religiosa, pero al presentarle su sentido a sus padres se lo negaron. Varias veces pidió permiso a sus padres para entrar al convento; la misma Santa relata una de estas ocasiones en el diario: “El decimoctavo año de mi vida, insistente pedido a mis padres el permiso para entrar en un convento; una categórica negativa de los padres. Después de esa negativa me entregué a las vanidades de la vida sin hacer caso alguno a la voz de la gracia, aunque mi alma en nada encontraba satisfacción. Las continuas llamadas de la gracia eran para mí un gran tormento, sin embargo intenté apagarlas con distracciones. Evitaba a Dios dentro de mí y con toda mi alma me inclinaba hacia las criaturas, Pero la gracia divina venció en mi alma” (# 8).

Durante ese mismo año tuvo una experiencia que marcó su vida. Fue invitada a una fiesta junto con su hermana Josefina, en el parque de Venecia, en la ciudad de Lodz: “Una vez, junto con una de mis hermanas fuimos a un baile. Cuando todos se divertían mucho, mi alma sufría tormentos interiores. En el momento en que empecé a bailar, de repente vi a Jesús junto a mí. A Jesús martirizado, despojado de sus vestiduras, cubierto de heridas, diciéndome esas palabras: '¿Hasta cuándo Me harás sufrir, hasta cuándo Me engañarás?' En aquel momento dejaron de sonar los alegres tonos de la música, desapareció de mis ojos la compañía en que me encontraba, nos quedamos Jesús y yo. Me senté junto a mi querida hermana, disimulando lo que ocurrió en mi alma con un dolor de cabeza. Un momento después abandoné discretamente a la compañía y a mi hermana y fui a la catedral de San Estanislao Kostka. Estaba anocheciendo, había poca gente en la catedral. Sin hacer caso a lo que pasaba alrededor, me postré en cruz delante del Santísimo Sacramento, y pedí al Señor que se dignara hacerme conocer qué había de hacer en adelante.

Entonces oí esas palabras: 'Ve inmediatamente a Varsovia, allí entrarás en un convento.' Me levanté de la oración, fui a casa y solucioné las cosas necesarias. Como pude, le confesé a mi hermana lo que había ocurrido en mi afina, le dije que me despidiera de mis padres, y con un solo vestido, sin nada más, llegué a Varsovia.” Pidió a la Santísima Virgen que la guiara y le dejara saber dónde dirigirse. Así llegó a la Iglesia de Santiago Apóstol en las afueras de Varsovia y, al finalizar las misas, habló con un sacerdote que la envió donde la Sra. Lipzye, una señora muy católica, y se hospedó con ella. Durante su estadía con la familia Lipzye visitó varios conventos pero todas las puertas le fueron cerradas. Pidiéndole al Señor que no la dejara sola, buscaba una respuesta a su oración, pero el Señor quería enseñarle que El siempre responde a nuestras oraciones solo en su tiempo, no en el nuestro.

Santa Faustina se dirigió a las puertas de la Casa Madre de la Congregación de las Hermanas de Nuestra Señora de la Misericordia en la calle Zytnia, en Varsovia, donde la Madre general la interrogó. Madre Micaela le dijo que fuera a preguntarle al Señor de la casa si Él la aceptaba. Santa Faustina se dirigió a la Capilla y le preguntó al Señor si la aceptaba y escuchó en su corazón: "Yo te acepto; tu estas en mi Corazón". Ella se dirigió donde la Madre General y le dijo lo que había oído, la Madre repuso, "si el Señor te acepta yo también te acepto, esta es tu casa" (#’s 9 y 10).

La pobreza de Santa Faustina fue su peor obstáculo pues necesitaba recoger dinero para el ajuar. La superiora le sugirió que siguiera trabajando hasta completarlo. Trabajó un año como doméstica para reunir todo el dinero. Durante ese tiempo tuvo muchos retos y obstáculos, pero se mantuvo firme en su decisión, y durante la Octava de Corpus Christi, el 25 de julio de 1925, hizo un voto de castidad perpetua al Señor.


Mientras estaba en Skolimow, casi al final de su Postulantado, Santa Faustina le preguntó al Señor por quién más debía orar y la noche siguiente tuvo esta visión. "Esa noche vi a mi ángel de la Guarda, quien me pidió que lo siguiera. En un momento me vi en un lugar lleno de fuego y de almas sufrientes. Estaban orando fervientemente por si mismas pero no era válido, solamente nosotras podemos ayudarlas. Las llamas que las quemaban no podían tocarme. Mi ángel de la guarda no me dejó sola ni un momento. Yo pregunté a las almas que es lo que más las hacía sufrir. Ellas me contestaron que era el sentirse abandonadas por Dios...Vi a Nuestra Señora visitando a las almas del Purgatorio, la llamaban Estrella del Mar. Luego mi ángel guardián me pidió que regresáramos, al salir de esta prisión de sufrimiento, escuché la voz interior del Señor que decía: ‘Mi Misericordia no quiere esto, pero lo pide mi Justicia’".

Durante un retiro de ocho días en octubre de 1936, se le mostró a Sor Faustina el abismo del infierno con sus varios tormentos, y por pedido de Jesús ella dejó una descripción de lo que se le permitió ver: "Hoy día fui llevada por un Ángel al abismo del infierno. Es un sitio de gran tormento. ¡Cuán terriblemente grande y, extenso es! Las clases de torturas que vi:

La primera es la privación de Dios;
la segunda es el perpetuo remordimiento de conciencia;
la tercera es que la condición de uno nunca cambiará;
la cuarta es el fuego que penetra en el alma sin destruirla -un sufrimiento terrible, ya que es puramente fuego espiritual,-prendido por la ira de Dios.
La quinta es una oscuridad continua y un olor sofocante terrible. A pesar de la oscuridad, las almas de los condenados se ven entre ellos;
la sexta es la compañía constante de Satanás;
la séptima es una angustia horrible, odio a Dios, palabras indecentes y blasfemia.

Estos son los tormentos que sufren los condenados, pero no es el fin de los sufrimientos. Existen tormentos especiales destinados para almas en particular. Estos son los tormentos de los sentidos. Cada alma pasa por sufrimientos terribles e indescriptibles, relacionado con el tipo de pecado que ha cometido.

Existen cavernas y fosas de tortura donde cada forma de agonía difiere de la otra. Yo hubiera fallecido a cada vista de las torturas si la Omnipotencia de Dios no me hubiera sostenido. Estoy escribiendo esto por orden de Dios, para que ninguna alma encuentre una excusa diciendo que no existe el infierno, o que nadie ha estado ahí y por lo tanto, nadie puede describirlo."

El Señor fue preparando de esta forma el corazón de Santa Faustina para que por medio de su intercesión se salvaran muchas almas.

En los últimos años de su vida aumentaron los sufrimiento interiores, la llamada noche pasiva del espíritu y las dolencias del cuerpo: se desarrolló la tuberculosis que atacó sus pulmones y sistema digestivo. A causa de ello dos veces fue internada en el hospital de Pradnik en Cracovia, por varios meses.

Extenuada físicamente por completo, pero plenamente adulta de espíritu y unida místicamente con Dios, falleció en olor de santidad, el 5 de octubre de 1938, a los 33 años, de los cuales 13 fueron vividos en el convento. Su funeral tuvo lugar dos días más tarde, en la Fiesta de Nuestra Señora del Rosario que aquel año fue primer viernes de mes. Su cuerpo fue sepultado en el cementerio de la Comunidad en Cracovia – Lagievniki, y luego, durante el proceso informativo en 1966, fue trasladado a la capilla.

En el año 1935, Santa Faustina le escribió a su director espiritual: "Llegará un momento en que esta obra que Dios tanto recomienda parecerá como [si fuera] en ruina completa, y entonces, la acción de Dios seguirá con gran poder, que dará testimonio de la verdad. Ella [la obra] será un nuevo esplendor para la Iglesia, aunque haya reposado en Ella desde hace mucho tiempo" (Diario 378).

De hecho, esto sí sucedió. El 6 de marzo de 1959, la Santa Sede, por información errónea que le fue presentada, prohibió "la divulgación de imagines y escritos que propagan la devoción a La Misericordia Divina en la manera propuesta por Santa Faustina". Como resultado, pasaron casi veinte años de silencio total. Entonces, el 15 de abril de 1978, la Santa Sede, tras un examen cuidadoso de algunos de los documentos originales previamente indisponibles, cambió totalmente su decisión y de nuevo permitió la práctica de La Devoción. El hombre primariamente responsable por la revocación de esta decisión fue el Cardenal Karol Wojtyla, el Arzobispo de Cracovia, diócesis en la que nació Santa Faustina. El 16 de octubre de 1978, el mismo Cardenal Wojtyla fue elevado a la Sede de San Pedro bajo el título de "Papa Juan Pablo II".

El 7 de marzo de 1992, se declararon "heroicas" las virtudes de Sor Faustina; el 21 de diciembre de 1992, una curación por medio de su intercesión fue declarada "milagrosa"; y el 18 de abril de 1993, el Papa Juan Pablo II tuvo el honor de declarar a la Venerable Sierva de Dios, Sor Faustina Kowalska, "Beata".

En 1997 el Papa Juan Pablo II hizo una peregrinación a la tumba de la Beata Faustina en Polonia, le llamó "Gran apóstol de la Misericordia en nuestros días". El Papa dijo en su tumba "El mensaje de la Divina Misericordia siempre ha estado cerca de mi como algo muy querido..., en cierto sentido forma una imagen de mi Pontificado."

El 10 de marzo del 2000, se anunció la fecha para la canonización después de ser aceptado el segundo milagro obtenido por su intercesión. El milagro fue la curación del Padre Pytel de una condición congénita del corazón, después de las oraciones hechas por miembros de la congregación de su parroquia el día del aniversario de la muerte de Santa Faustina, en Octubre 5 de 1995.

La Secretaria de la Misericordia de Dios fue elevada a los altares por el Santo Padre el 30 de abril del año 2000, el Domingo de la Divina Misericordia. Es la primera santa que fue canonizada en el año jubilar 2000 y en el milenio.

Al final de la Canonización de Santa Maria Faustina el Santo Padre declaró el segundo domingo de Pascua como el “Domingo de la Misericordia Divina”, estableciendo la Fiesta de la Divina Misericordia que Jesús tanto pedía a Santa Faustina. El Santo Padre dijo: “En todo el mundo, el segundo domingo de Pascua recibirá el nombre de Domingo de la Divina Misericordia. Una invitación perenne para el mundo cristiano a afrontar, con confianza en la benevolencia divina, las dificultades y las pruebas que esperan al género humano en los años venideros”. Y después de su visita a Polonia en junio del 2002, “para hacer que los fieles vivan con intensa piedad esta celebración, el mismo Sumo Pontífice ha establecido que el citado domingo se enriquezca con la indulgencia plenaria para que los fieles reciban con más abundancia el don de la consolación del Espíritu Santo, y cultiven así una creciente caridad hacia Dios y hacia el prójimo, y, una vez obtenido de Dios el perdón de sus pecados, ellos a su vez perdonen generosamente a sus hermanos.”


Oración a santa Faustina Kowalska

Oh Jesús, que hiciste de santa Faustina
una gran devota de tu infinita misericordia,
concédeme por su intercesión,
si fuese esto conforme a tu santísima voluntad.

Yo, pecador, no soy digno de tu misericordia,
pero dígnate mirar el espíritu de entrega
y sacrificio de Sor Faustina
y recompensa sus virtudes atendiendo las súplicas
que a través de ella te presento confiando en Ti.

Padre nuestro, Ave María, Gloria al Padre.

4 de Octubre: Memoria Litúrgica de san Francisco de Asís

 


El grande Patriarca San Francisco fue natural de la ciudad de Asís, en la provincia de Umbría. Vió la primera luz del mundo el año 1182, y nació en un humilde establo, donde cogieron á su madre de repente los dolores de parto. Su padre Pedro Bernardón, y su madre Pica, eran mercaderes, y vivían del comercio. Llamósele Juan en el bautismo; pero después se le dio el nombre de Francisco por la facilidad con que aprendió la lengua francesa, necesaria entonces para negociar a los comerciantes de Italia.

No pusieron sus padres el mayor cuidado en su educación. Luego que tomó una leve tintura de las primeras letras, le aplicaron al comercio. Era Francisco mozo de entendimiento, de buena disposición, de corazón noble y generoso, muy compasivo de las necesidades ajenas. Gustaba más de la diversión que del interés; pero tenia horror á la disolución, y su admirable pasión desde la misma infancia fue la caridad. En cierta diferencia que los vecinos de Asís tuvieron con los de Perusa, fur Francisco uno de los más acalorados en la defensa de sus derechos. Tomaron unos y otros las armas, vinieron á las manos, y, aunque Francisco se señaló mucho por su valor, fue hecho prisionero, y como tal estuvo un año en Perusa. Este retiro comenzó á disgustarle del mundo, pero no le convirtió. Luego que logró su libertad se vio acometido de una larga y molesta enfermedad, que ni por eso le hizo más devoto. Cuando convaleció de ella mandó hacer un vestido rico y muy de moda. El mismo día que lo estrenó se encontró con un hombre muy conocido, pero muy pobre, cubierto de unos indecentes andrajos; dióle su vestido nuevo, y él se acomodó con sus trapos. La noche siguiente le pareció ver en sueños un magnífico palacio, lleno todo él de armas resplandecientes y bruñidas, pero todas marcadas con la señal de la Cruz. Despertó, y se persuadió sin la menor duda de que la Providencia le destinaba para ser un gran capitán. Con esta idea se le exaltó más aquella gran pasión que tenía por la gloria. Partió inmediatamente a la Pulla, y ofreció sus puños y su valor á Gautier, conde de Briena, que auxiliado de Felipe Augusto, rey de Francia, mandaba en aquella provincia un numeroso ejército contra los enemigos de su casa; pero presto le volvió s llamar á Asís otro misterioso sueño, en que le dio s entender el Señor no quería sirviese s otro amo que s El. Restituido, pues, s Asís, dejó el comercio, y sólo trató de conocer la voluntad de Dios para dedicarse s lo que Su Majestad quería de él.
Saliendo un día a pasearse a caballo por el contorno de Asís, encontró a un pobre leproso, que al principio le llenó de asco y horror; pero reflexionando en el mismo punto que para seguir a Jesucristo era menester dar principio venciéndose a sí mismo, sin más deliberar se apea intrépidamente del caballo, acércase al leproso, abrázale, bésale, dale todo el dinero que llevaba, vuelve a montar, y quedó gustosamente admirado y sorprendido cuando ni allí ni en toda la campiña vio al leproso, ni descubrió a otra persona alguna. Deshacíase un día en lágrimas acordándose de sus culpas pasadas, y se le apareció Jesucristo crucificado como a punto de expirar. Enternecióle mucho más este espectáculo, y fue tanta la impresión que hizo en su alma, que en el resto de su vida no acertaba a hablar de la pasión de Jesucristo, sino con sollozos, con gemidos y con un copioso llanto.

Pero no fue este solo efecto el que produjo en su corazón aquel divino objeto. Apoderóse tan violentamente de él un ardentísimo deseo de imitar la pobreza y los trabajos de Cristo, que ya no encontraba gusto sino en estar con los leprosos y con los pobres. Hizo un viaje á Roma para visitar el sepulcro de los Santos Apóstoles: al salir de la iglesia encontró á la puerta una tropa de pobres que estaban pidiendo limosna a los devotos; repartió entre ellos todo el dinero que llevaba; dio su vestido a uno que estaba medio desnudo, cubrióse él con sus asquerosos harapos y, mezclándose entre los demás mendigos, pasó con ellos todo aquel día.

Poco después que se restituyó a Asís, haciendo oración en la iglesia de San Damián, distante como cuatrocientos pasos de la ciudad, que estaba amenazando ruina, oyó una voz como que salía de un crucifijo, que le mandaba reparase aquella iglesia. Parecióle que era la voz del mismo Jesucristo; resolvió obedecerle ciegamente; vuélvese a su casa; toma muchas piezas de paño, parte a Foliñi, véndelas todas, y también el caballo que las llevaba; vuélvese a Asís, pero se va en derechura a la casa del capellán que cuidaba de la iglesia de San Damián, ruégale que le hospede en ella, y entrégale todo el dinero de los géneros que había vendido para que reparase aquella iglesia. El capellán convino gustoso en hospedarle en su casa, pero no hubo forma de admitir el dinero que le ofrecía, por no tener cuestiones ni pleitos con su padre, y Francisco puso el dinero sobre una ventana. Estuvo algunos días en compañía del buen capellán, empleándolos en ayunos, en vigilia, en disciplinas y en oración, hasta que al cabo de ellos vio venir a su padre ciego de cólera, y gritando que su hijo le había robado. Escapóse el Santo por evitar aquellos primeros ímpetus, y por algunos días estuvo escondido en una cueva; pero, acusando después su cobardía, salió de aquel retiro, determinado a sufrir todo lo que se le ofreciese. Déjase ver en las calles de Asís totalmente desfigurado y asqueroso; creen todos que ha perdido el juicio, y en un instante se ve perseguido de la gritería y de los silbos de los muchachos. Acudió su padre al ruido y a la algazara; llévale arrastrando a casa; añade los palos a las reprensiones; enciérrale en un cuarto como a loco; y, ofreciéndosele por entonces un viaje, dejó muy encargado a su mujer que le tuviese en buena custodia.

Desconfiada enteramente la madre de vencer la constancia de su hijo, le puso en libertad, y Francisco se volvió a San Damián en compañía de aquel buen clérigo. Noticioso Bernardón de lo que pasaba al volver de su viaje, parte derecho a San Damián, con más sentimiento de perder sus paños que de perder su hijo; pero éste, lleno de nuevo valor, y animado del espíritu de Dios, le sale al encuentro y le dice: Padre, yo soy más hijo de Dios que tuyo: no quiero servir sino a Aquél: tu ya no tienes nada conmigo, porque estoy en servicio de mejor amo que tu.—Siendo esto así (respondió el padre), restituyeme mi dinero, y ven a renunciar tu herencia delante del Obispo.—Que me place, replicó Francisco; y luego que se vio en presencia del Obispo, sin dar lugar a que su padre hablase palabra, se despojó de todos sus vestidos, quedándose sólo con un cilicio ancho que le mortificaba y le cubría: entregóselos a su padre y le dijo: Hasta ahora te llamaba padre: de aquí adelante te diré con más confianza: Padre nuestro, que estás en los Cielos. Asombrado y enternecido el Obispo a vista de tan generoso despojo, le abrazó y le cubrió con su ropa hasta que se halló con el capisayo de un pastor, con el cual le abrigó; y dándole su bendición, le despidió, y le envió a su ermita.
Era a la sazón Francisco de veinticinco años, cuando rotas todas las cadenas de la carne y sangre, y desprendido de todos los bienes temporales que le habían detenido en el siglo, partió a buscar una soledad muy distante de allí, cantando por los caminos las alabanzas del Señor en lengua francesa. Encontróse en un bosque con unos ladrones, regaláronle con muchos palos, y le arrojaron a un hoyo lleno de nieve. El grandísimo consuelo que tuvo en padecer alguna cosa por amor de Jesucristo le desquitó con ventajas de los malos tratamientos; y el Santo contaba después este suceso como una de las buenas fortunas que había tenido en su vida.
Llegando á Gubio, le conoció un amigo suyo, hospedóle en su casa, y le vistió con una pobre túnica. Creciendo cada día más y más su amor á Jesucristo, se puso a servir a los leprosos en el hospital, y, conociendo que volvía a retoñar el asco y la repugnancia, se arrojó sobre el pobre que le causaba más horror: abrazóle, besóle, y en el mismo punto quedó el leproso enteramente sano. Pero, acordándose que Jesucristo le había mandado reparar la iglesia de San Damián, se volvió a Asís, pidió limosna para repararla, y se salió con ello. El mismo trabajaba con los peones y albañiles, de manera que en breve tiempo se vió la iglesia reedificada; cuyo suceso le animó a emprender también la reedificación de la iglesia de San Pedro, a igualmente se salió con este intento.

Estaba abandonada y casi enteramente arruinada la iglesia de Nuestra Señora de los Ángeles, por otro nombre la Porciúncula, llamada así porque era una porcioncilla de cierta posesión que tenían allí los monjes benedictinos. Inspiróle el deseo de repararla el tierno amor y la extraordinaria devoción que profesaba Francisco a la santísima Virgen. Consiguiólo a expensas de las limosnas y de su trabajo. Esta iglesia, distante seiscientos pasos de Asís, fue donde el Santo recibió después tan grandes favores del Cielo, y fue también como la cuna de su seráfica religión.
Oyendo un día Misa en ella, y cantándose aquellas palabras del Evangelio en que dice Jesucristo a sus discípulos: No queráis tener oro, ni plata, ni dinero; ni en vuestros viajes llevéis alforja, dos túnicas, ni zapatos, ni báculo (Matth.), de repente se sintió Francisco alumbrado con una luz sobrenatural, e inflamado su corazón con un nuevo encendidísimo deseo de aspirar a la más elevada perfección; y conociendo que esto era puntualmente lo que Dios quería de él, tomó por regla el Consejo Evangélico que acababa de oír. Al punto se descalzó los zapatos, arrimó el báculo, renunció para siempre el dinero, quedóse con una sola túnica, y, echando de sí el cinto de cuero con que la tenía sujeta, se ciñó con una tosca cuerda. Después que practicó a la letra en esta conformidad lo más perfecto que había oído, sintió en lo interior vivos impulsos de salir en público a predicar penitencia. Como el ejemplo acompañaba a las palabras, no es posible contar el número sin número de conversiones que hizo luego que comenzó a predicar. Quedaban todos atónitos, y ninguno le podía oír sin convertirse. Sus sermones eran sencillos, pero sólidos y eficaces. Algunos, no contentos con oirle, le quisieron imitar, y, dejando todo cuanto tenían, se pusieron bajo su dirección y gobierno. El primero fue un ciudadano de Asís llamado Bernardo de Quintabal; el segundo un canónigo de la misma catedral, por nombre Pedro de Catania, y el tercero fue el Beato Fr. Gil, á quien el Santo escogió por compañero.
Luego que se vió Francisco con estos tres discípulos, determinó formar de ellos una como congregación para ir por todas partes predicando penitencia. Creció presto hasta siete el número de sus compañeros, y en breve tiempo llegó hasta el número de doce. Entonces, tomada la bendición y recibida la misión del Obispo, se esparcieron por todas partes aquellos nuevos apóstoles predicando penitencia. Llamábanlos los Penitentes de Asís, y no eran conocidos por otro nombre; pero, a vista de las portentosas conversiones que hicieron, los veneraban como a hombres extraordinarios enviados por Dios para reformar las costumbres de todo el mundo cristiano y para mudar el semblante de todo el universo, tanto con la eficacia de sus palabras como con la virtud de sus asombrosos ejemplos.
Este fue el nacimiento de aquella religiosísima familia, tan célebre en toda la redondez de la Tierra por la evangélica perfección de su instituto, que ha dado á la Silla Apostólica cuatro grandes pontífices: Nicolao IV, Alejandro V, Sixto IV y Sixto V [ver en el inicio a la Apostólica Constitución contra el aborto por este gran Pontifice “Effraenatam”]; un prodigioso número de Obispos, Arzobispos, Patriarcas y Cardenales, con tanta multitud de ejemplares religiosos, que, aun viviendo el Santo Fundador, se contaban más de seis mil.
Era ya preciso que se confirmase el nuevo instituto, y a este fin partió á Roma nuestro Santo; pero el Papa Inocencio III, de feliz memoria, no quiso ni aun siquiera que le hablasen en el punto, tratando de iluso y de visionario al santo patriarca. No se desalentó Francisco por este mal recibimiento; antes se retiró con humildad, y recurrió a la oración. Aquella noche tuvo el Papa un sueño, y luego que despertó mandó buscar á Francisco, y apenas le oyó hablar cuando reconoció entre aquel aire de humilde sencillez uno de los mayores santos de la Iglesia. Abrazóle, animóle a llevar adelante su empresa, aprobó la regla de viva voz, y, ordenándole primero de diácono, le declaró después por ministro general.
Colmado San Francisco de favores y de bendiciones del Sumo Pontífice, salió de Roma con sus doce compañeros, determinados todos a morir a sí mismos y a vivir únicamente con la vida de Jesucristo. Habiendo llegado al Valle de Espoleto, consultaron entre sí si sería más seguro para ellos quedarse en aquella soledad, para no tener más comercio que con Dios. Pero, en una fervorosa oración que tuvo nuestro Santo, le dio el Señor a entender que los había escogido para trabajar en la salvación de las almas. Enterados ya de la voluntad de Dios, se restituyeron a la iglesia de la Porciúncula. Al principio construyó Francisco algunas pocas celdillas; pero en breve tiempo concurrió de todas partes tanto número de pretendientes a serlo en el de sus hijos, que fue menester fabricar muchos conventos. Clamaron por ellos Cortona, Arezzo, Vergoreta, Pisa, Bolonia, Florencia y Otras muchas ciudades; de manera, que en menos de tres años se contaban más de setenta monasterios. No fue el menor de los milagros de San Francisco esta propagación tan prodigiosa y tan pronta de su religiosa familia; pero uno de los mayores milagros que se han visto en la Iglesia de Dios fue la misma vida de este portentoso Santo.

Ninguno de cuantos veneran los altares le hizo ventajas en la mortificación. Era continuo su ayuno, sin que jamás se dispensase en él por sus excesivos trabajos. Casi nunca comía cosa cocida, y siempre negó a sus sentidos todo aquello que los podía halagar. Si en lo que le daban de limosna encontraba algún gusto particular, por mínimo que fuese, que lisonjease el apetito, luego lo sazonaba con ceniza.
Trataba a su cuerpo con tanto rigor y con tanto desprecio, que le llamaba el jumento; y por su gusto sólo se había de sustentar con cardos silvestres. Su cama ordinaria era la desnuda tierra, y una dura piedra por almohada. Nunca se pudo resolver a ordenarse de sacerdote, y por este mismo espíritu de humildad dio a su Orden el nombre de la religión de los frailes menores. Hallándose en Roma, donde consiguió que el Cardenal Hugolino fuese nombrado protector de la Orden, quiso el Papa oirle predicar. Fue muy brillante y muy autorizado el auditorio, pero mucho más maravilloso fue el fruto de su predicación; compungiéronse los Cardenales, y el Papa no pudo contener las lágrimas todo el tiempo que duró el sermón.

Mientras los Hijos de San Francisco se iban extendiendo por todo el Universo con tan inmenso fruto, inspiró Dios a Santa Clara que se pusiese debajo de su dirección. Hizo con ella tan ventajosos progresos en el camino de la perfección, que renunciando los grandes bienes que poseía, a ejemplo de su santo director, fue fundadora de una de las más santas y más ilustres religiones de monjas que hay en la Iglesia de Dios.

Movidas de los sermones y de los ejemplos de San Francisco y de Santa Clara innumerables personas casadas de uno y otro sexo, deseaban todas retirarse a los claustros para pasar en penitencia los días de la vida; pero haciéndolas reconocer nuestro Santo que en todos los estados se podían santificar, y que no era incompatible el conyugal con una vida cristiana y penitente, las dió cierta forma de vida proporcionada a su estado, y ésta fue la tercera regla de su Orden. Dió el nombre de hermanos y de hermanas a las que querían entrar en esta especie de Congregación, que se llamó la Tercera Orden, la cual florece hoy en el mundo con mucho bien y honor de la Santa Iglesia.
Con la bendición del Papa, y habiendo fundado en Roma un convento, se embarcó para Siria. Arrojóle una tempestad á las costas de la Esclavonia, y se vio precisado a restituirse a Italia. Teníale inquieto el ansioso deseo del martirio; y movido de él pasó a España con ánimo de embarcarse para el África, esperando siempre encontrar en los moros la corona por que suspiraba.

Habiendo muerto Inocencio III, de feliz memoria, después del IV Concilio general de Letrán [A.D. 1215], pasó a Roma nuestro Santo para obtener de su sucesor Honorio III la confirmación de su Orden. Recibióle el nuevo Pontífice con toda la ternura y con toda la veneración que merecía tan ilustre santidad; confirmó la Orden con una Bula y la concedió grandes y singulares privilegios.
Cuando volvió a su convento de Nuestra Señora de los Ángeles, que fue el año de 1218, celebró en él aquel famoso Capítulo general que se llamó El Capítulo de las Esteras, porque de ellas principalmente se levantaron en un espacioso campo las celdas necesarias para más de cinco mil frailes que concurrieron a él, formándose otras de juncos y de ramos.

Después que se disolvió aquella numerosa junta, tuvo noticia San Francisco de que cinco Hijos suyos, Fr. Pedro de San Gíeminiano y Otón, sacerdotes, Fr. Berardo de Corbia, Ayuto y Acurso, a quienes el mismo Santo había enviado a Marruecos a predicar la fe, habían recibido la corona del martirio. Con esta ocasión, movido de una santa envidia, se le volvió a encender su antiguo celo y deseo. Partió, pues, para Siria, llevándose consigo algunos religiosos; y habiendo llegado a Damieta se presentó al sultán, y con una intrepidez digna de los primeros héroes cristianos le declaró que sólo había venido para manifestarle la falsedad de la ley de Mahoma [a quién llamó Papa Inoncencio III falso profeta], y para enseñarle que no había otro camino de salvación sino la ley de los cristianos. Parecía consiguiente a una declaración tan esforzada la corona del martirio; pero reservábale Dios para otro martirio de amor.
Retiróse al monte Alvernia, y no se sosegó hasta que renunció su empleo de ministro general en el bienaventurado Fr. Pedro de Catania. Descargado ya de aquel peso, empleaba los días y las noches en continua comunicación con Dios y en ejercicios de la más rigurosa penitencia. Hacia el fin de la Cuaresma de San Miguel, que hacía todos los años, recibió del Cielo aquel insigne favor, cuya memoria consagró la Iglesia con fiesta particular. Esta fue la impresión de las sagradas llagas en su santo cuerpo, al mismo tiempo que el fuego del divino amor abrasaba su corazón y le transformaba en un serafín de la Tierra. Por más cuidado que puso en ocultar a los ojos de los hombres aquellas señales del amor divino, la sangre que derramaban hacía traición a su humildad, y desde allí en adelante todos le llamaban el Patriarca seráfico.

Después de este martirio del amor, apenas vivía San Francisco sino de milagro; y las continuas lágrimas que derramaba le debilitaron tanto la vista, que casi no percibía los objetos. Los dos años que sobrevivió á la impresión de las llagas no fueron más que enfermedades molestas, dolores agudísimos, éxtasis continuos los que le acabaron de consumir, y Dios le reveló, en fin, el dichoso momento en que le quería premiar.

Luego que se divulgó la voz de que el Santo había tenido revelación del día de su muerte, se excitó entre las ciudades vecinas una piadosa contienda sobre cuál de ellas había de poseer el precioso tesoro de su cuerpo; pero el mismo Santo, sin tener noticia de lo que pasaba, se declaró a favor de la de Asís. Hallábase postrado en el convento de Fuen-Colomba, y mandó que le llevasen al de Nuestra Señora de los Ángeles, para cuya iglesia había alcanzado de nuestro Señor el famoso jubileo llamado de la Porciúncula, el que después confirmaron tantos Sumos Pontífices, asignando para él el día de la dedicación de la misma iglesia, cuna de la religión seráfica, y es el día segundo de Agosto. Luego que llegó al convento, mandó que le quitasen la túnica y que le tendiesen en el suelo para morir con la más extrema pobreza, a imitación de su divino modelo Jesucristo, que expiró desnudo en el árbol de la cruz. Diéronle aquel gusto; pero; al mismo tiempo tomó el guardián una túnica vieja y una cuerda, y se la alargó diciendo: Doite de limosna este hábito como a un pobre: tómale por obediencia. Obedeció el Santo, y viéndose cercado de todos los frailes, que se ahogaban en sollozos y se deshacían en lágrimas, levantando las manos al Cielo los exhortó a que conservasen el amor de Dios, el cual era el alma de su instituto; a que guardasen con suma puntualidad todas las reglas; a que nunca desmintiesen aquella rigurosa y perfecta pobreza, que era su distintivo y su carácter; a que conservasen con fidelidad y con infinita sumisión la fe de la Iglesia Católica Apostólica y Romana; a que profesasen tierno y ardentísimo amor a la santísima Virgen, su querida Madre, y a que mantuviesen entre sí una inalterable caridad.

Extendiendo después el Santo Patriarca los brazos, y poniéndolos en forma de cruz, suplicó humildemente al Señor que echase su bendición sobre todos sus hijos, y que los cuidase en lugar de padre. Mandó que le leyesen la pasión de nuestro Señor Jesucristo, según el Evangelio de San Juan, y después de ella comenzó él mismo a rezar con voz lánguida y moribunda el salmo 141: «Clamé al Señor con mi voz implorando su asistencia. Derramo mi corazón delante de Él, y le hago presente mi aflicción. Viendo que me va faltando el espíritu, acudo a Vos, Dios mío, que tenéis tan conocidos todos mis pasos. A Vos, Señor, dirijo mis clamores, diciendo a voz en grito: Tú eres mi esperanza, y Tú mi herencia en la tierra de los que viven». Habiendo llegado al último versículo: «Libra, Señor, mi alma de la prisión de este cuerpo, para que confiese incesantemente tu santo nombre; todos los justos esperan que me hagas misericordia, dándome lugar entre los escogidos»; al pronunciar estas últimas palabras expiró tranquilamente en manos de sus hijos, sábado 4 de Octubre del año 1226, a los cuarenta y cinco de su edad, el veintinueve de su conversión, y diez y nueve de la fundación de su Orden.

Apenas expiró San Francisco cuando pareció haberse comunicado al cuerpo la gloria que gozaba su benditísima alma, exhalando aquel un suavísimo olor que llenó de fragancia toda la celda. No se oía por las calles de Asís otra cosa que estas palabras: Murió el Santo. Todos vieron a su satisfacción las sagradas llagas ó señales de las suyas que había impreso nuestro Señor en manos, pies y costado de nuestro Santo. Fue llevado el santo cuerpo, primero al convento de San Damián, que era el de Santa Clara, para satisfacer su devoción y la de sus hijos, y de allí fue conducido como en triunfo a la iglesia de San Jorge, donde había sido bautizado y donde se le dio sepultura. En vista del prodigioso número de milagros que obró Dios en ella, el Papa Gregorio IX, antes Cardenal Hugolino, grande amigo del Santo y testigo ocular de su eminente santidad, le canonizó dos años después [de su muerte], el de 1228, el día 17 de Julio, con extraordinaria solemnidad, en la misma ciudad de Asís. Luego que se acabaron las funciones de canonización se abrieron los cimientos de una magnífica iglesia, y el mismo Papa quiso poner la primera piedra, acabándose en menos de dos años el suntuoso edificio; y el de 1230, cuando se celebraba el Capítulo general, fue trasladado el santo cuerpo a la nueva basílica el día 25 de Mayo, y colocado en una bóveda debajo del altar mayor. Encontróse el cuerpo entero, y sin haberse descarnado ni consumido, y se dice que se conserva de la misma manera sin corrupción, manteniéndose en pie sin ningún arrimo, con los ojos abiertos y un poco levantados al cielo, y la sangre de las llagas roja y liquida.

Doscientos y veintitrés años después de su muerte, el de 1449, le vió en esta misma postura el Papa Nicolao V, acompañado de un cardenal, de un Obispo, de su secretario, del guardián del convento y de tres religiosos, como todo consta de auténtico instrumento.
Aunque este gran Santo no se aplicó mucho al estudio de las ciencias humanas, lo suplió Dios con la luz sobrenatural y con la ciencia infusa que le comunicó, no menos que con los divinos arcanos que se le manifestaban en la íntima y continua comunicación que tenia con el Señor. Además de eso, tenía una excelente capacidad, y poseía una elocuencia natural que se dejaba traslucir por entre los celajes de su profunda humildad, y aquella santa simplicidad que observaba perpetuamente en sus palabras y en todos sus modales. En sus Sermones, en sus Conferencias espirituales, en sus Instrucciones monásticas, en aquella admirable obra que se llama El Testamento de San Francisco, en sus Cánticos espirituales, en sus Advertencias y en algunas otras obras devotas de nuestro Santo que se han dado a luz, se descubre aquella ciencia de los santos que sólo Dios comunica, aquella sabiduría y aquella sublime inteligencia que son dones y frutos del Espíritu Santo.

La Misa es en honor de San Francisco, y la oración la que sigue.

¡Oh Dios, que por los merecimientos de San Francisco fecundaste a tu Iglesia con una nueva familia de hijos! Danos gracia para despreciar, a su imitación, las cosas de la Tierra, y para colocar siempre nuestra alegría en la participación de los dones celestiales. Por Nuestro Señor Jesucristo, etc.
La Epístola es del cap. 6 de la que escribió San Pablo á los de Gálatas.
Hermanos: Lejos de mí el gloriarme en otra cosa que en la Cruz de Nuestro Señor Jesucristo, por quien el mundo está crucificado para mí, y yo para el mundo. Porque en Cristo Jesús nada importa ni la circuncisión, ni el estar circuncidado; sino el hombre nuevo. Y todos aquellos que siguieren esta regla, sea paz sobre ellos y misericordia, y sobre Israel de Dios. En lo sucesivo ninguno me sea molesto; pues yo llevo las llagas del Señor Jesús en mi cuerpo. La gracia de Nuestro Señor Jesucristo sea ¡oh hermanos! con vuestro espíritu. Así sea.

REFLEXIONES

No quiera Dios me gloríe en otra cosa que en la cruz de nuestro Señor Jesucristo. ¡Qué pocos cristianos del mundo tienen hoy este lenguaje! Sin embargo, éste debiera ser el más común a todos los cristianos, o, por lo menos, es cierto que ningún otro les conviene mejor. Desde que Jesucristo se dignó consumar el misterio y la obra de nuestra redención en el ara de la cruz, la cruz debe ser el distintivo de todos los verdaderos fieles. A la verdad, no nos debe distinguir ni la nobleza de la sangre ni el esplendor del nacimiento. Delante de Dios no constituye nuestro mérito ni la elevación del puesto que se ocupa, ni la dignidad del empleo que se ejerce, ni la abundancia de los bienes que se poseen y disfrutan. Gloriarse en esta casta de bienes advenedizos, por decirlo así, es hacer vanidad de una gloria forastera. El valor de esta casta de bienes es arbitrario: según el espíritu del Cristianismo, se consideran bienes fallidos á la hora de la muerte. El que entonces no tiene otros fondos, siempre muere pobre, o insolvente, como, se dice. La Cruz de Jesucristo ennoblece al hombre por toda la eternidad; es un título de distinción admitido por el mismo Dios; es un insondable fondo de méritos, es un verdadero tesoro; pero tesoro profundamente enterrado para innumerables cristianos. La cruz, dice el Apóstol, es materia de escándalo a los judíos y asunto de burla á los gentiles; pero pregunto: ¿es hoy más estimada ni más venerada por la mayor parte de los cristianos? No quiera Dios, dice el Apóstol, que yo me gloríe en otra cosa que en la cruz de mi Señor Jesucristo.

El Evangelio es del cap. 11 de San Mateo.
En aquel tiempo respondió Jesús, y dijo: Glorificote ¡oh Padre! Señor del Cielo y de la Tierra, porque has ocultado estas cosas a los sabios y prudentes, y las has revelado a los párvulos. Sí, Padre: porque ésta ha sido tu voluntad. Todo me lo ha entregado mi Padre. Y nadie conoce al Hijo sino el Padre, ni al Padre le conoce alguno sino el Hijo, y aquel á quien el Hijo lo quisiere revelar. Venid a Mí todos los que trabajáis y estáis cargados, y Yo os aliviaré. Llevad sobre vosotros mi yugo, y aprended de Mí, que soy dulce y humilde de corazón, y hallaréis el descanso de vuestras almas. Porque mi yugo es suave y mi carga es ligera.

MEDITACIÓN

De la pobreza evangélica.
Punto PRIMERO. —Considera que la pobreza evangélica no es puramente de consejo, sino de riguroso precepto, pues que Cristo indistintamente la intima a todos los fieles por estas palabras: El que no renuncia todo lo que posee, no puede ser mi discípulo. No se puede entender esta renuncia de un general despojo efectivo de todos los bienes, como la hizo San Francisco, y como la hacen todos los religiosos: no pide el Salvador a todos los cristianos este sacrificio; pero indispensablemente pide a todos los que quieren ser sus discípulos que desprendan el corazón de todos los bienes de la Tierra; quiere que entre la misma abundancia sean pobres de afecto y de corazón. Sé enhorabuena rico, si la divina Providencia quiso que nacieses tal, o si, echando Dios su bendición a tu industria, dispuso que lo fueses; pero, aunque poseas las riquezas, no pegues a ellas el corazón. A ninguno exceptúa el oráculo del Hijo de Dios: tanto el príncipe como el vasallo; tanto el padre de familias como el que no tiene sucesión; tanto el hombre de negocios como cualquiera otro particular, todos están comprendidos en la generalidad de este precepto. No ya es mero consejo de perfección: el apego del corazón a los bienes que se poseen está absolutamente condenado por el Evangelio. Se deben conservar, es así, los bienes adquiridos, y los que Dios nos ha dado; se deben también adelantar, todo según los fines del mismo Dios; pero, en poniendo en ellos el corazón, ya pasaron a ser su ídolo. De aquí nace aquella codicia, aquella ambición, aquella avaricia que el Apóstol llama idolatría. Hablando en rigor, las riquezas legítimamente adquiridas no son las que nos hacen poco cristianos: el afecto y el apego a ellas es el que causa este desorden y el que hace réprobos a tantos ricos.
Punto SEGUNDO.a—Considera si será hoy muy crecido en el mundo el número de los discípulos de Cristo. ¿Son muchos los hombres acomodados, los hombres ricos que viven desprendidos de este amor, de ese apego á los bienes de la Tierra? ¿No es el amor a ellos la pasión dominante en toda clase de personas y en toda suerte de estados? Hoy es el interés el gran resorte, la gran máquina que a todos pone en movimiento. Pero ¡qué impiedad será la de aquellos que, habiendo hecho voto y profesión de pobres, quieren tener las mismas conveniencias de los ricos, gozar de sus comodidades sin cargar con sus pensiones, y, en una palabra, despojarse de todo en público, pero solicitando que nada les falte en secreto! Ciertamente, si el despego del corazón a los bienes temporales es necesario, con necesidad de precepto, aun a las personas del mundo, ¿con qué tranquilidad de conciencia podrán los eclesiásticos y los religiosos conservar apego a ellos?
No permitáis, Señor, que mi corazón se deje jamás prender de esos bienes terrenos. Quiero ser discípulo Vuestro y, mediante la asistencia de Vuestra divina gracia, quiero también poseer todas las virtudes y todos los requisitos de tal.

JACULATORIAS

Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos.—Matth., 5. Si abundares en riquezas, no pongas tu corazón en ellas.—Ps. 61.

PROPÓSITOS

1. Siendo Dios el Autor de todas las condiciones y de todos los estados de los hombres, ninguno por sí mismo está excluido de la Patria Celestial. Tanto derecho tienen a ella los ricos como los pobres, y en su misma condición encuentran los medios que han menester para ser santos. La comparación del camello; las fuertes expresiones del Evangelio, que a la verdad son poco favorables a los ricos; los anatemas que fulmina la Escritura contra los hombres poderosos y opulentos; todo esto sólo prueba la dificultad de salvarse en un estado, donde todo tienta y todo lisonjea las pasiones. Pero no son precisamente las riquezas las que forman esta dificultad, sino el apego del corazón a ellas. Quiere Dios que haya ricos en el mundo, pero no quiere que pongan su corazón en sus tesoros, y esto es lo que raras veces sucede. Examínate tú, y mira si te hallas en el caso. Mira, dice San Gregorio, si en lugar de poseer los bienes temporales, no estás tú poseído de ellos; si tú los posees a ellos, o ellos te poseen á ti.

2. Acredita este desinterés con tu conducta. Si te sucede alguna pérdida, vuélvete a Dios y dile con el santo Job: El Señor lo dio, el Señor lo quitó, y según fue su voluntad así se hizo; sea su nombre bendito. Ni te alegres porque se adelantan tus negocios, ni te entristezcas porque se pierden. Esta igualdad de humor, y de una conducta siempre inalterable, es la mejor prueba de tu desasimiento.

3. Los ricos, según los Santos Evangelios, deben generosamente ayudar a los pobres, hacer obras de misericordia corporal y pagar los diezmos a la Santa Madre Iglesia Católica Apostólica y Romana.


ORACIÓN EN HONOR A LAS LLAGAS

Gloriosísimo Protector y Padre mío, San Francisco, a vos acudo, implorando vuestra poderosa intercesión, para entender el amor que Dios Nuestro Señor os manifestó al martirizar vuestra carne y vuestro espíritu. Vuestras llagas son cinco focos de caridad divina; cinco lenguas que me recuerdan las misericordias de Jesucristo; cinco fuentes de gracia celestiales que el Creador os confió para que las distribuyeseis entre vuestros devotos. ¡Oh Santo amabilísimo!, pedid por mí a Jesús crucificado una chispa del fuego que ardía en vuestra alma aquel día dichoso en que recibisteis la seráfica crucifixión, a fin de que, recordando vuestros privilegios sobrenaturales, imite vuestros ejemplos y siga vuestras enseñanzas, viviendo y muriendo amando a Dios sobre todas las cosas.

Rezar 5 padrenuestros, avemarías y glorias en honor de las cinco llagas de San Francisco. Concluir con la oración final:

Seráfico Padre mío San Francisco, pobre y desconocido de todos, y, por esto, engrandecido y favorecido de Dios. Porque os veo tan rico en tesoros divinos, vengo a pediros limosna. Dádmela generoso, por amor al buen Jesús y a nuestra Madre, la Inmaculada Virgen María, y por el voto que hicisteis de dar por su amor todo lo que se os pidiese. Por amor de Dios os ruego que me obtengáis dolor de mis pecados, la humildad y el amor a vuestra pasión; conformidad con la voluntad de Dios, prosperidad para la Iglesia y para el Papa, exaltación de la fe, confusión de la herejía y de los infieles, conversión de los pecadores, perseverancia de los justos y eterno descanso de las almas del Purgatorio. Os lo pido por amor de Dios. Así sea.


ORACIÓN ANTE EL CRUCIFIJO
DE SAN DAMIÁN

¡Oh alto y glorioso Dios!, ilumina las tinieblas de mi corazón y dame fe recta, esperanza cierta y caridad perfecta, sentido y conocimiento, Señor, para que cumpla tu santo y veraz mandamiento.

S. Francisco de Asís