En el mes de agosto de 1224, San Francisco de Asís se retiró del mundo durante una temporada para comunicarse con Dios en las cumbres de La Verna, una desierta montaña de los Apeninos. En la ocasión, le acompañaban el hermano Leo y otros cinco o seis frailes, pero Francisco quería estar aparte y escogió su vivienda en una choza solitaria, bajo una haya, hacia el lado opuesto del monte; y, antes de enclaustrarse ahí, dio instrucciones a sus hermanos para que ninguno se acercara a su morada, a excepción de Leo cuando tuviese que llevarle alimentos.
Más o menos por la fecha de la fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz, el santo oraba frente a su choza, elevaba su alma a Dios con ardor seráfico y se sentía arrebatado por una profunda caridad, una tierna y afectuosa compasión hacia Aquél que fue crucificado por amor a nosotros. Hallábase en ese estado, cuando vio la figura de lo que parecía un serafín con seis alas brillantes, que descendía desde lo alto de los cielos hacia él en vuelo rapidísimo, hasta quedar suspendido en los aires frente al santo.
Entonces pudo ver, entre las alas del serafín la figura de un hombre crucificado, con sus manos y pies tendidos y clavados en la cruz. Las alas del serafín se hallaban colocadas de distinta manera: las dos superiores se hallaban tendidas hacia arriba, por encima de la cabeza del crucificado; las del medio estaban desplegadas para el vuelo, y el par inferior se había plegado sobre sí mismo, como para cubrir o sostener el cuerpo del crucificado.
A la vista de semejante aparición, el corazón de Francisco quedó embargado por un súbito gozo al que se mezclaba un sentimiento de dolor profundo. La vecina presencia de su Señor, bajo la forma de un serafín, que fijaba en él sus ojos con una mirada bondadosa y amable, le producía un júbilo inmenso, pero al mismo tiempo, la vista de su cuerpo crucificado le traspasaba el alma de dolor.
En aquel momento, una luz interior hizo comprender al santo que, si bien la condición del crucificado no correspondía a la inmortalidad del serafín, la maravillosa visión se le manifestaba a fin de que pudiese comprender que iba a ser transformado en una semejanza de Jesucristo en la cruz, no en el martirio de su carne, sino en el corazón por el fuego de su amor.
De pronto, el serafín se acercó más e hirió al santo en cuerpo y alma, de manera que Francisco experimentó un dolor intenso y sintió gran temor, hasta que el serafín habló para explicarle muchas cosas que habían estado ocultas para él. Al cabo de unos instantes que le parecieron siglos, la visión desapareció. Pero el alma del santo ardía en el interior del cuerpo que parecía haber recibido la imagen del crucificado con tal fuerza, que quedó plasmada en él, como si su carne hubiese quedado marcada por un sello impreso por una fuerza sobrenatural y extraordinaria.
En las manos y los pies del santo comenzaron a abrirse unas heridas semejantes a las que había contemplado en la visión del hombre crucificado. En el centro de sus manos y de sus pies se abrieron cuatro perforaciones que parecían los agujeros dejados por cuatro gruesos clavos hincados en la carne. En torno a las heridas, sobre las palmas de sus manos y los empeines de sus pies, se veía la marca redonda y negra de la cabeza de los clavos; las puntas largas aparecieron por el anverso y desgarraron la piel, porque estaban torcidas, como si las hubiesen golpeado con un martillo.
También sobre el costado derecho del santo se abrió una herida roja que parecía hecha por la punta de una lanza. De todas aquellas llagas, manaba sangre que teñía las ropas del santo. Aquel milagro maravilloso se realizó al tiempo que el entendimiento de Francisco se colmaba de ideas claras sobre Cristo crucificado, y el amor que henchía su corazón se empleaba con toda la fuerza de su voluntad en concentrarse en el objeto amado y en asimilarse al Ser amado en los instantes de mayores sufrimientos; de manera que, por las facultades imaginativas de su alma, formaba un segundo crucificado con una realidad tan viva, que las impresiones de su mente afectaron la materia de su cuerpo.
Las marcas exteriores de las heridas en la carne de San Francisco, que el amor interno de su corazón no podían producir, fueron causadas por el serafín de fuego, o mejor dicho por el propio Cristo, que en la visión, había lanzado rayos encendidos desde las cinco llagas para plasmar exteriormente en San Francisco aquellas marcas dolorosas que ya el amor del santo había impreso interiormente en su alma.
Ya sea que San Francisco fuera o no fuera el primero de los seres humanos marcado de esa manera por los "estigmas" (del griego stigmata, que significa "marcas") de Nuestro Señor crucificado, no hay duda posible de que es el más famoso de los ejemplos y el más auténtico desde aquel entonces hasta llegar a los tiempos recientes y los actuales. Además, es el único prodigio de esta clase que toda la Iglesia occidental conmemora con una fiesta litúrgica.
La realización y el desarrollo general del fenómeno, están fuera de duda. El hermano Leo lo refiere en la nota que escribió de su puño y letra sobre las "bendiciones seráficas" dispensadas a San Francisco, un documento que conservan los frailes conventuales de Asís. También se refiere a eso el hermano Elías en la carta que escribió a los frailes de Francia para anunciar la muerte del patriarca en 1226. "Desde el principio de los tiempos", escribe el hermano, "no se había visto una maravilla semejante, salvo en el caso del Hijo de Dios que es Cristo, Señor nuestro. Durante largo tiempo antes de su muerte, nuestro padre y hermano parecía crucificado y aparecían en su cuerpo las cinco heridas que son verdaderamente los Estigmas de Cristo; porque en sus manos y sus pies estaban abiertos, de parte a parte, cinco agujeros como los que hacen los clavos metidos de arriba hacia abajo; que eran llagas abiertas, negras perforaciones con la forma de los clavos; también su costado parecía haber sido traspasado por una lanza y a menudo manaba sangre de todas las heridas".
En la biografía más antigua del santo, escrita cuando habían transcurrido de dos a cuatro años de su muerte, los estigmas se describen de esta manera: "Sus manos y sus pies parecen traspasados por clavos cuyas cabezas habían dejado las marcas sobre las palmas de las manos y las partes anteriores de los pies, mientras que las marcas de las puntas aparecían en el dorso de las manos y las plantas de los pies.
Ahora bien, esas marcas eran redondas en las palmas de las manos y en el empeine de los pies, mientras que, por el reverso eran alargadas y presentaban protuberancias, como si las puntas de los clavos hubiesen proyectado fuera porciones de la carne y como si esas puntas hubieran sido dobladas a golpes de manera que desgarraban la piel. Igual forma y carácter tenían las marcas en las plantas de los pies. Además, en el costado derecho tenía una herida abierta en forma de media luna, con labios, semejante a la que haría la punta de una lanza, y de donde salía sangre con frecuencia . . . "
"El Libro de los Milagros", escrito por un testigo presencial de los sucesos que describe (Tomás de Celano), UK veinte años después de ocurridos, agrega que las multitudes que acudieron Asís "pudieron ver en sus manos y sus pies, no las heridas, sino los mismos clavos, maravillosamente formados por el poder de Dios y verdaderamente clavados en la carne pero en una forma extraña, como si formaran parte de la misma carne y de tal manera que, si se les oprimía por un lado, formal» una protuberancia en el lado opuesto y, al dejar de oprimirlos, volvían a si lugar original".
La declaración mencionada antes y que Alban Butler to» de las "Florecillas" en el sentido de que "las puntas de los clavos sobresalían y estaban dobladas sobre sí mismas hasta formar un gancho casi cerrado ¡ti el que se podía meter el dedo de la mano, como por un anillo", se remonta a los años anteriores a 1274, pero los críticos más severos y puntillosos se inclinan a rechazar su veracidad y a considerarla como una fantasía literaria, puesto que no se ha registrado ningún caso semejante entre los otros seres humanos que, posteriormente, fueron estigmatizados.
Naturalmente que en ninguna de las declaraciones se llega a insinuar siquiera que los mencionad» "clavos" hayan estado hechos de otra substancia que la carne o el cartílago, Y no se puede garantizar que fueran cartílagos, y es más factible suponer fe eran, por su forma y aspecto, sugerencias de clavos o, sencillamente, cicatrices protuberantes. De todas maneras, aquellas marcas no tienen punto Je comparación con las de otros estigmatizados.
El caso de estigmatización ha sido confirmado por muchos ejemplos que ocurren incluso en la actualidad; los estigmatizados sangran a menudo y con cierta periodicidad, especialmente los días viernes, y no se ha registrado ningún caso en que las heridas se supuren. Por consiguiente, podría decirse que Dios escoge a ciertas almas nobles para unirlas más estrechamente a los sufrimientos de su Divino Hijo, almas éstas que se ofrecen y que son dignas de expiar los pecados de otros, al adoptar frente al mundo la forma de Jesús crucificado que "no aparece retratado sobre lienzos o láminas ni tallado en piedra o madera por la mano de un artista terrenal, sino que queda impreso o grabado en la misma carne por el dedo de Dios vivo".
Entre el gran número de supuestos estigmatizados que aparecieron en los últimos setecientos años, sólo cincuenta o sesenta han sido admitidos como auténticos, por medio de testimonios comprobados, y algunos de éstos han recurrido al fraude o se causaren las heridas naturalmente, de manera que el fenómeno puede considerarse con muy raro y como una notable señal de Dios para aquéllos que le sirven un verdadero heroísmo. Con muy pocas excepciones, los estigmatizados más lamosos fueron frailes, monjas o terciarios de una u otra de las órdenes de mendicantes, y la mayoría fueron mujeres.