
San Cosme y san Damián fueron hermanos, naturales de la ciudad de Eges ó de Egea en la Arabia. San Gregorio Turonense es de la opinión que fueron gemelos, de una familia distinguida y considerable por los grandes bienes que poseía, pero mucho más por el cristianismo que profesaba. Muerto su padre, se halló su madre Teodora con cinco hijos, Antimo, Leoncio, Euprepio, Cosme y Damián, a quienes la piadosa viuda procuró dar una cristiana educación, no perdonando medio alguno para conseguirlo. Pudo mucho en el ánimo y en el corazón de los hijos la virtud de la madre, cuya santa vida, fecunda en buenas obras, la mereció ser colocada por los griegos en su Menologio. Dotados Cosme y Damián de una bella índole acompañada de un ingenio vivo, brillante y muy superior al de los demás hermanos, se consideraron más hábiles para dedicarlos al estudio de las ciencias y de las bellas artes. Hizo la madre todo cuanto pudo para cultivar su capacidad y sus talentos.
Fueron rápidos los progresos que hicieron en las letras; pero sin atrasarse un punto en el camino de la virtud. Honraban sus costumbres la religión que profesaban, y hasta los mismos paganos no se podían negar á venerar, admirar y amar su bondad, su desinterés y su inocencia. El celo de la fe, siempre ingenioso, los movió a dedicarse al estudio de la medicina. Viviendo en un país donde esta facultad estaba abandonada, se persuadieron que habilitándose en ella, les proporcionaría ocasión para insinuarse con los gentiles, instruirlos insensiblemente en las verdades de nuestra Religión, disipar sus preocupaciones; y atendiendo a curar las enfermedades del cuerpo, se aplicarían con mayor utilidad á librarlos de las dolencias del alma.
Bendijo el Señor sus celosos intentos. Aventajáronse tanto Cosme y Damián en la penetración de la naturaleza y de la medicina, que su reputación los hizo célebres en todo aquel país. Todos los enfermos acudían á ellos con firme esperanza de recobrar su salud solo con que les hiciesen algunas visitas en su enfermedad. Era cada día mayor su reputación por las admirables curas que hacían. Es verdad que la santidad de los médicos comunicaba especial virtud á los medicamentos, siendo mayor el don de los milagros que la ciencia de los remedios naturales, por lo que no había mal tan rebelde y tan violento que se resistiese á su curación, ni enfermo tan desahuciado que no cobrase la salud a la primera visita de san Cosme y san Damián.
Daban principio á la cura haciendo una breve pero fervorosa oración; informábanse después de la calidad del alma; hacían sobre el enfermo la señal de la cruz, y en el mismo instante cesaban los dolores, desaparecía la calentura, huía la enfermedad, y muchas veces hasta los mismos moribundos se hallaban repentinamente con perfecta salud. Ya se deja discurrir que á estas milagrosas curaciones se seguirían numerosas conversiones entre los gentiles. Así el deseo de sanar como el recobro de la salud inspiraba en los idólatras más obstinados una singular estimación de la religión cristiana.
Los ciegos cobraban vista haciendo los santos Médicos la señal de la cruz sobre sus apagados ojos; los poseídos se hallaban libres, los paralíticos sanos, y todos conocían que curas tan extraordinarias eran muy superiores al arte y á la experiencia natural. Aprovechábanse nuestros Santos con destreza de la confianza que tenían en ellos los paganos enfermos para sacarlos de los errores y de las impiedades del gentilismo; de suerte que los Médicos se convirtieron en dos insignes apóstoles. Era tan grande y tan sabido su desinterés, que los griegos los llamaban Anargyrios, es decir, hombres sin dinero, porque ejercían su profesión gratuitamente, sin admitir cosa alguna de cualquiera que fuese. La fama de tantas maravillas los hizo más célebres en todo el país, pero esta misma reputación dio ocasión á su martirio. Tomada la resolución de exterminar todos los Cristianos por los emperadores Diocleciano y Maximiano, enviaron á Egea al prefecto Lisias con orden de no perdonar á suplicios ni á todo el rigor de las leyes para obligar á cuantos hiciesen profesión del Cristianismo á sacrificar á los dioses del imperio; y en caso de resistencia hacerlos perecer á violencia de los tormentos. Luego que llegó el Gobernador le informaron que nunca los dioses habían tenido enemigos mas mortales que dos célebres médicos, ó por mejor decir, dos insignes magos que corrían todas las ciudades haciendo portentosas curas á favor de sus encantamientos; los cuales, abusando de la credulidad del vulgo ignorante, hacían tantos cristianos cuantos eran los enfermos que visitaban; y que si no se atajaba este desorden, dejándolos continuar en él, muy en breve se haría cristiano todo el país. Ya se sabe que era común y extraña preocupación de los gentiles atribuir á efectos del arte mágico todas las maravillas que obraban los cristianos.
Movido Lisias de este informe, los mandó prender; y haciéndolos comparecer delante de sí, les dijo con un aire y con un tono capaz de intimidar los corazones mas esforzados: Luego vosotros sois aquellos dos famosos embusteros que andáis por las ciudades y provincias sublevando á los pueblos con vuestros encantamientos, y alborotándolos contra los dioses del imperio para colocar en su lugar y hacerles adorar como Dios a un hombre que por sentencia de juez fue colgado de un infame madero. Tened entendido que si desde este mismo punto no renunciáis a ese Dios crucificado, y no obedecéis los edictos de los Emperadores, no habrá suplicio que no os haga sufrir para reduciros á vuestro deber.
¿De dónde sois? ¿Qué oficio profesáis? ¿Cuál es vuestra familia? Señor, respondieron los dos Santos con tono firme pero respetuoso, los dos somos hermanos, naturales de Arabia; y tenemos la dicha de ser cristianos, como también otros tres hermanos nuestros y toda nuestra familia. Somos caballeros, y médicos de profesión, incapaces de engañar á nadie. A ninguna ciudad ni provincia vamos donde no seamos llamados. No ejercemos la medicina por interés, nada admitimos de enfermo alguno; pero dando la salud a los enfermos más por la virtud de Jesucristo que por nuestra ciencia, procuramos al mismo tiempo sanarlos de la ceguera del alma, haciéndoles conocer que no hay mas que un solo Dios verdadero; conviene a saber, el que nosotros adoramos, y que los llamados dioses del imperio son infames demonios que tienen engañados a los pueblos.
Quedó sorprendido el Gobernador al oír una respuesta tan discreta como moderada; neutral entre la cólera y el aplauso de su cordura y de su moderación, no sabia á cuál de los dos afectos inclinarse. Estaba bien informado de las portentosas curas que habían hecho, y no ignoraba que universalmente eran reputadas por prodigios superiores á la naturaleza más que por efectos del arte; pero en medio de eso el temor de perder la gracia de los Emperadores le determinó al partido de la severidad. Mandóles que hiciesen venir á sus hermanos, y luego que los vio en su tribunal, les exhortó fuertemente á que no se obstinasen en ser rebeldes a las órdenes de los Emperadores. Sois nobles, les dijo, sois jóvenes, y yo tengo orden de nuestros soberanos para ofreceros su favor y los primeros cargos del imperio, si os rendís á su voluntad. Es menester sacrificar a los dioses y renunciar las incomprensibles quimeras de vuestra religión cristiana. No os encaprichéis en perderos á vosotros y á toda vuestra familia; escoged una de dos, o vivir tributando culto a los ídolos, o morir al rigor de los más crueles tormentos; pensadlo bien. — Ya lo tenemos bien pensado, respondieron los Santos, tus tormentos no nos ponen miedo; prontos estamos á dar nuestra vida por nuestra Religión; no tienes que esperar otra respuesta de nosotros.
Tampoco lo esperó Lisias, porque en el mismo punto les mandó aplicar á la tortura. No les espantó este cruel suplicio. Si tienes otros tormentos que hacernos padecer, le dijeron los dos Santos, no tienes más que ponerlos en ejecución. Estamos seguros de que la gracia de Nuestro Señor Jesucristo nos dará fuerzas para sufrirlos, no solo con paciencia, sitio también con alegría. Con efecto. Habiendo salido de la tortura sin experimentar el mas ligero daño, dio orden el Gobernador para que atados de pies y manos los arrojasen en el mar; pero un Ángel les rompió las ataduras, y los puso sanos y salvos en la ribera. Á vista de esta maravilla mostró el Juez ablandarse algún tanto, y les preguntó en tono amistoso con qué género de encantos o de sortilegios obraban aquellos prodigios. Señor, le respondieron los santos hermanos, ignoramos absolutamente toda especie de sortilegios: los demonios nos temen en lugar de servirnos. Somos cristianos: solo en virtud del nombre de Jesucristo y de su soberana protección triunfamos de todos vuestros suplicios; ni todos vuestros imaginarios dioses, ni todo el infierno junto es capaz de resistir á sola la señal de la cruz del Salvador en quien ponemos toda nuestra confianza. Pues yo pongo toda la mía, replicó Lisias, en nuestro dios Apolo, y me atrevo á hacer los mismos prodigios en su nombre. En el mismo instante fue castigada esta blasfemia; porque dos demonios invisibles le comenzaron á golpear tan cruelmente, que hubiera espirado á violencia de los golpes, si nuestros Santos movidos de compasión no hubieran hecho oración, librándole de aquellos demonios en el nombre de Jesucristo. Aprovechándose los Santos de esta maravilla y del beneficio que Lisias acababa de recibir, le dijeron: Á vista de esta gracia ¿dudarás todavía del poder de nuestro Dios, y te obstinarás todavía en tu infidelidad? ¿Has recibido alguna vez semejante beneficio de tus ídolos? ¿Has hecho experiencia de su poder? Renuncia, pues, el culto de esos infelices, que aun mas flacos y mas miserables que tú, no tienen poder para librarse a sí mismos de los eternos tormentos que padecen por sus maldades; y abriendo los ojos a la verdad, reconoce la omnipotente virtud del verdadero Dios, único objeto digno de tus adoraciones. Mostróse el Gobernador insensible á tan justas amonestaciones, y sin responderles palabra, se contentó con mandar que los volviesen a la cárcel.
Temerosos los gentiles de que Lisias se hiciese cristiano, le hablaron con tanta resolución, y le amenazaron tan furiosamente con la indignación delos Emperadores, que al día inmediato los hizo comparecer ante sí; y preguntándoles con fiereza si persistían siempre en su primera obstinación, hallándolos inmobles en la confesión de su fe, mandó encender una gran hoguera de sarmientos, y arrojarlos en ella; pero salieron de este suplicio tan sin lesión y tan indemnes como de todos los demás. Furioso entonces el Gobernador, dio orden para que amarrando á cada uno á un grueso tronco, cuatro compañías de soldados disparasen contra los dos Santos todas sus saetas; pero la mano poderosa del Señor, que quería confundir la obstinación del tirano y de todos los gentiles, los hizo invulnerables: y disponiendo que toda aquella espesa nube de dardos retrocediese con violencia hacia los concurrentes, costó a muchos la vida. Causo este suceso tanto alboroto en toda la ciudad, que el Gobernador se vio obligado a mandar que inmediatamente les cortasen la cabeza. Pusiéronse en oración san Cosme y san Damián, y suplicaron humildemente al Señor que se dignase admitir su sacrificio, y no permitiese con otro nuevo milagro que se estorbase la ejecución de la sentencia. Fue oída su oración, y al primer golpe cayeron en tierra sus cabezas. Fueron coronados del martirio el día 27 de setiembre del año 285; y se cree que los otros tres hermanos lograron la misma dichosa suerte.
La mayor parte de sus santas reliquias fueron con el tiempo llevadas a Roma, y depositadas en una hermosa iglesia que san Félix papa, bisabuelo de san Gregorio el Magno, mandó edificar en honor de los santos Mártires. Un caballero francés, llamado Beaumont, que en tiempo de las Cruzadas fue al socorro de la Tierra Santa, trajo el resto de las reliquias de san Cosme y san Damián, y las colocó en una magnífica iglesia que en honra suya mandó fabricar en Luzarche; y de estas se sacaron las que se conservan en París y en otras partes.
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