Santa María Magdalena es una de las discípulas más fieles y que el Señor escogió para ser testigo de su resurrección ante los apóstoles, asimismo es ejemplo para toda mujer de la Iglesia y de auténtica evangelizadora, es decir, de una evangelizadora que anuncia el mensaje gozoso central de la Pascua.
El 10 de junio del 2016 el Cardenal Robert Sarah, Prefecto de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos en el Vaticano, emitió un decreto en el que, siguiendo la voluntad del Papa Francisco, se estableció que la memoria litúrgica de Santa María Magdalena se eleve al rango de fiesta.
En referencia a ella, Benedicto XVI expresó en el 2006 que “la historia de María de Magdala recuerda a todos una verdad fundamental: discípulo de Cristo es quien, en la experiencia de la debilidad humana, ha tenido la humildad de pedirle ayuda, ha sido curado por él, y le ha seguido de cerca, convirtiéndose en testigo de la potencia de su amor misericordioso, que es más fuerte que el pecado y la muerte”.
En los Evangelios se habla de María Magdalena, la pecadora (Lc. 7, 37-50); María Magdalena, una de las mujeres que seguían al Señor (Jn. 20, 10-18) y María de Betania, la hermana de Lázaro (Lc. 10, 38-42).
La liturgia romana identifica a las tres mujeres con el nombre de María Magdalena, como lo hace la antigua tradición occidental desde la época de San Gregorio Magno.
María Magdalena siguió a Jesús hasta el Calvario y estuvo ante el cuerpo yacente del Señor. El domingo de Resurrección fue la primera que vio a Cristo resucitado y tuvo el honor de ser enviada por el Señor a anunciar esta buena noticia a los discípulos.
Santa María Magdalena, de Magdala, Galilea, era hermana de Santa Marta y San Lázaro. Fue primero una pecadora, pero la convirtió Nuestro Señor, que resucitó a Lázaro gracias a sus oraciones. Se mantuvo al pie de la Cruz hasta la muerte de Jesús. Luego de su Resurrección, el Señor se presentó ante ella y la hizo su mensajera ante los Apóstoles.
Oración a santa María Magdalena
¡Oh Santa María Magdalena, que por la fuente de tus lágrimas has llegado a Cristo, fuente de la misericordia! Tenías de Él una sed ardiente: Él te ha renovado con abundancia y generosidad; pecadora que eras, has sido justificada por Él; en la gran amargura de tu aflicción. Él te ha consolado dulcemente. ¡Oh señora muy querida!, por ti misma has experimentado cómo el alma pecadora se reconcilia con su Creador; tú sabes qué partido debe tomar el alma desgraciada, qué medicina ha de salvar a la que languidece.
Porque sabemos muy bien, ¡oh querida amiga de Dios!, que se perdonan muchos pecados a quien ha amado mucho (Lc 7, 47). No me pertenece a mí, ¡oh señora muy feliz!, no me pertenece a mí, cargado de crímenes, el recordar tus pecados en son de reproche, si no es para invocar la inmensidad de la clemencia que les ha borrado; por ella me tranquilizo para no desesperar; tras de ella suspiro para no perecer yo, miserablemente precipitado en el abismo de los vicios; yo aplastado por el peso demasiado grande de mis crímenes, arrojado por mi mismo en el oscuro calabozo de los pecados, rodeado por doquiera de las tinieblas del torpor.
A ti, escogida entre las más amadas de Dios; a ti, felicísima, acudo yo miserable; en mis tinieblas imploro tu luz; yo, pecador, a la justificada; yo, impuro a la purificada. Recuérdate, ¡oh muy clemente!, lo que has sido y cuánta necesidad tuviste de misericordia, y exige para mí esa indulgencia, como quisiste que se tuviera para ti.
Pide para mí la compunción de la piedad, las lágrimas de la humildad, el deseo de la patria celestial, el disgusto de esta tierra de destierro, la amargura del arrepentimiento, el temor de los suplicios eternos. Que me aproveche, ¡oh bienaventurada!, de ese trato familiar que tuviste y que tienes con la fuente de la misericordia; piensa en ello a favor mío, para que lave allí mis pecados; comunícame agua de esa fuente para saciar mi sed; derrama sobre mí sus aguas para regar mi aridez, porque no te será difícil obtener lo que quieres del Maestro muy amado y muy amable, que es amigo tuyo y que reina.
San Anselmo de Canterbury
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