Entre los atributos divinos se encuentra la omnisciencia, es decir, conocer todas las cosas creadas, pasadas, presentes y futuras, siendo que para Dios no hay sino cosas presentes a su vista que es eterna. A su visión eterna de las cosas pertenece el ver siempre la Sangre Preciosísima de Jesucristo siendo derramada por la reparación de la gloria de Dios y la salvación de muchos.
A esta visión eterna de la Sangre redentora, ciertamente pertenece también María Santísima como cooperadora en el ofrecimiento de la misma, al igual que en el misterio de la Encarnación del Verbo, Ella es parte integral del mismo por un único y mismo decreto eterno, como enseña Pío IX en su bula Ineffabilis Deus. Es decir, Dios, desde la eternidad, ve y conoce a su Madre como vinculada a su misma Sangre por el lazo más estrecho que se puede pensar que es la maternidad divina. De su sangre purísima, el Verbo de Dios tomará su propia Carne y Sangre.
Este misterio que Dios conoce y quiere desde la eternidad se irá revelando a María en el transcurso de su vida y Ella, siempre dócil al Espíritu Santo, lo meditará y contemplará de modo a responder con total libertad a lo que Dios ha dispuesto.
Hay un cierto matrimonio espiritual entre el Hijo de Dios y la naturaleza humana y, como enseña Santo Tomás, por su aceptación y consentimiento libre, sobrenatural y meritorio, María realiza esta unión en nombre de la toda la naturaleza humana (III, q.30, a.1).
Sí, María quiere ofrecer la Sangre divina por todos los hombres, pero, lamentablemente, sabe muy bien que son pocas las almas que aceptan este ofrecimiento generosísimo. ¿Cuál no será su dolor por cada gota de esta Sangre que cae en tierra sin ser aprovechada? Muchas de estas gotas divinas han caído desaprovechadas a lo largo de la historia y ¿cuánto más en nuestros tiempos de apostasía silenciosa (y no tan silenciosa a veces)? pues la secta modernista ha hecho todo lo que ha podido para cambiar el significado tradicional de la Preciosísima Sangre.
Y si repasamos nuestra propia vida, ¿no será que tal vez encontremos momentos donde también hemos renunciado a esta Sangre viviendo como no debíamos? En este mes de julio, dedicado a la adoración de la Sangre divina, precio de nuestra salvación, abramos nuestras almas para que María derrame sobre nosotros esta Sangre que limpia todos los pecados y hace germinar las vírgenes: “lavábis me et super nívem dealbábor. Me lavarás y quedaré más blanco que la nieve”.
Sangre de Cristo, que saliste del Corazón de María, sálvanos
¿Quién puede dudar de la dulce autoridad que la Sangre Preciosa ejerce sobre el Inmaculado Corazón de María? Ella es la reina del cielo y de la tierra. Su imperio se extiende a lo largo y ancho, es casi imposible distinguir sus límites de los de la Preciosa Sangre, ya que la unión de los dos imperios es muy estrecha y pacífica.
María tiene todo el poder sobre la Preciosa Sangre; Él obedece sus deseos, y ella le ordena en virtud de sus derechos como madre. Sin embargo, ella también está sujeta, y encuentra su felicidad en esta sumisión.
Esta Sangre salió primero del Corazón de María; es a esta Sangre también a la que debe su Inmaculada Concepción. El cargo de su maternidad divina era proporcionar esta Sangre, y es esta Sangre la que desde toda la eternidad le ha merecido el honor de la maternidad divina. Es la Preciosa Sangre la que la hizo sufrir; pero es también la que ha cambiado sus sufrimientos en dignidades y coronas.
Ella le debe a la Preciosa Sangre todo lo que tiene, y la Preciosa Sangre le debe su propia existencia. Sin embargo, el río es más grande que la fuente de la que fluye. La Preciosa Sangre es más grande que María, y la supera en toda la extensión del infinito, porque su corriente se ha unido sin mezcla alguna a las aguas de la Divinidad.
Pero María está sentada en su trono para exaltar a la Preciosa Sangre. Emplea su poder para difundir su imperio. Sus oraciones dispensan las gracias que esa Sangre nos ha merecido, y su santidad, que deleita los cielos, es un monumento y un trofeo erigido a la gloria de esta Sangre victoriosa.
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